sábado, 13 de febrero de 2021

libro JAZMINES DESDE MANILA



                                  CAPÍTULO - 1

 Salamanca, febrero de 1870                                                                                                        

            Los dos hombres se mantenían inmóviles, con la mirada fija en el horizonte sin llegar a ver. Espalda contra espalda. Cubiertos sus torsos con la sola protección de una camisa que, a pesar del relente de la mañana, comenzaba a empaparse del sudor provocado por el miedo, por el nerviosismo de la tensión del momento. Cada uno de ellos con la pistola reglamentaria en la mano, convenientemente cargada y auditada por los padrinos designados por cada parte en litigio.

En la gélida mañana con la que se vestía ese día de invierno, habían sido convocados en ese lugar a las afueras de la ciudad una docena de ilustres ciudadanos de Salamanca. A espaldas de la justicia. Temerosos de que pudieran descubrirlos. Con la obligatoriedad del pacto de silencio y de la privacidad más estricta. Expectantes y excitados por comprobar el resultado final de la pugna.

A pesar de la expresa prohibición que las leyes hacían de ese tipo de desafíos, ninguno de los presentes había renunciado a comparecer en esa intempestiva mañana de febrero. El honor de ambos caballeros lo requería —aunque fueran diferentes las razones que forzaban a cada uno a hacerlo— y se sabía que ninguno de ellos renunciaría a ese fatal encuentro que tanto les obligaba. Pese a que pudiera irles la vida en ello.

Los padrinos —dos por cada duelista—, así como los testigos obligados a estar presentes durante el desafío —también en número de dos, designados por cada una de las partes— se habían encontrado en ese claro del bosque a la hora señalada. Los primeros no tardaron mucho en acordar las pautas para el correcto desarrollo del encuentro, derivadas de las reglas no escritas, aunque aceptadas, del «Código del Honor» entre caballeros que llevaba en vigor desde hacía siglos.

La gravedad de la ofensa causada por uno de los duelistas hacía imposible cualquier reconciliación o renuncia al pleito. Así lo habían entendido los padrinos del ultrajado, que habían desistido por expreso deseo de éste a lograr del ofensor cualquier otra reparación que no fuera el derramamiento de sangre. El ofendido se había negado de manera rotunda a negociar nada con el ofensor.

Los padrinos acordaron que el duelo fuera á outrance, lo cual equivalía, en el lenguaje propio de los desafíos, a un encuentro a muerte bajo la modalidad de «a pie firme», siendo la distancia de los disparos entre duelistas la de treinta pasos. También se decidió el terreno en el que se lidiaría con la muerte. Medido con exactitud el emplazamiento de los puestos que ocuparía cada litigante y otorgada por sorteo la ubicación de cada uno de ellos.

Al ser la distancia elegida inferior a la máxima regulada para este tipo de desafíos —treinta y cinco pasos—la suerte sería la encargada de decidir cuál de los dos realizaría el primer disparo. Ésta resolvió que el ofensor fuera el elegido para formalizar el primer disparo.

A las nueve en punto se hallaba todo dispuesto. Para velar por el cumplimiento de lo pactado se había sometido el duelo al enjuiciamiento de tres árbitros garantes de su buen desarrollo. Como parte fundamental de su cometido vigilarían la limpieza y la imparcialidad del lance.

Apostados al lado de éstos y sujetando en la mano su maletín sanitario, aguardaba acontecimientos el médico encargado de certificar la muerte de alguno de los contendientes —o la de los dos, según se diera el caso—. El galeno mantenía dibujadas en su semblante la gravedad y la circunspección que merecía la ocasión.

Solo quedaba aguantar la respiración. Confiar cada uno de los duelistas en la suerte y en la puntería de la que deberían hacer gala para quitar la vida del contrincante y salvar la suya.

—Comiencen a caminar a mi orden —el árbitro principal rompió el silencio que se había apoderado de la mañana—. Uno, dos…

Los duelistas separaron el contacto de sus humedecidas espaldas y comenzaron a caminar en dirección al punto señalado previamente. Cada uno de ellos, sujetando la pistola y contrayendo al tiempo la mandíbula, que se tensaba y se relajaba con cada paso dado. La incertidumbre del momento los envolvía.

—… treinta. Deténganse... Dense la vuelta... Pónganse el uno frente al otro y aguarden mis instrucciones. Les recuerdo que queda terminantemente prohibido presentar el costado o no mostrarse erguido ante el contrario.

Los dos hombres giraron su cuerpo y obedecieron las instrucciones del árbitro. Con la cabeza erguida encararon la presencia de su contrincante y también la de su destino.

El director del combate tomó de nuevo las riendas. La primera palmada que dio fue la que provocó la prevención de los adversarios y su puesta en guardia. La segunda, la orden para que el ofensor apuntara a su rival con la pistola. La tercera, la que le daba vía libre para que disparara cuando dispusiera.

La bala salió del arma con un ensordecedor estruendo que resonó en el interior del bosque y vomitó un importante reguero de humo blanco a su alrededor, que tardó un tiempo en disiparse.

Todos miraron en dirección al ofendido que, después de transcurridos unos inciertos segundos, continuaba de pie y sin mover un solo músculo. El ofensor había fallado su tiro, pero la bala había rozado su sien, haciendo que comenzara a sangrar levemente. Para su suerte, no había encontrado carne en la que penetrar.

Tocaba ahora el turno de disparo del ofendido, que miraba hacia el nutrido grupo de asistentes aguardando, con aparente calma, las instrucciones del árbitro.

—Atención a mis órdenes…

Se escuchó de nuevo una primera palmada para la prevención. La segunda y la tercera se produjeron sin apenas intervalo de tiempo. Cuando el dedo índice apretó con suavidad el gatillo, el hombre que portaba el arma supo que no fallaría.

Desde la distancia de aquellos fatídicos «treinta pasos» vio derrumbarse a su contrincante como un pesado fardo. La mancha roja que nació en el pecho del ofensor comenzó a extenderse por su camisa, empapándola de sangre. Había recibido el balazo en el centro de su corazón, partiéndoselo, privándole al instante de cualquier dolor y también, de la vida.

El médico, autorizado por el árbitro, se acercó con presteza hasta donde se encontraba el cuerpo del hombre abatido. Comprobó que no existía pulso y que el aliento no surgía de su boca. Miró a los ojos del árbitro y negó con la cabeza. Era la manera con la que certificaba su muerte.

A la vista del dictamen médico, el árbitro invitó a los testigos designados por el fallecido para que se acercaran hasta el cadáver y lo envolvieran en un lienzo blanco traído al efecto. Colocado el cuerpo en el interior del sudario, lo levantaron en vilo y lo transportaron hasta el carruaje que lo conduciría hasta su domicilio. Finalizado este acto formal, dieron por concluida la importante misión que se les había encomendado.

El ofendido, mientras ocurría todo aquello, dejaba caer su pistola y se arrodillaba en el gélido suelo. No se sentía bien. A pesar de haber lavado la terrible afrenta que lo había llevado hasta allí, era consciente de que la muerte del hombre no repondría las cosas en su sitio ni le libraría del eterno cargo de conciencia que suponía arrebatar la vida a un ser humano. Aunque esta acción violenta hubiera sido llevada a cabo por una necesidad de justicia y desagravio.

Ahora, su hija, podría descansar en paz en la soledad de su tumba. También su nieto fallido en el vientre de ésta, que se convertiría en un bello recuerdo de aquello que finalmente no pudo ser.

Aquel hombre, conseguida la reparación moral y física obtenida con la victoria, cargaría a la espalda la violenta muerte de ese otro ser humano que por un tiempo le había brindado su respeto y mantenido con él una cierta amistad, obligándose a vivir con ese lastre el resto de su vida.