(Un inquietante relato en 3 actos)
EL TRAZO FINAL
“El
que pone demasiado de su vida en su literatura, con
frecuencia pone
demasiado
de
su literatura en su vida”
JEAN
ROSTAND
"PRIMER ACTO" ...
Bajo la luna, se
acabará el dolor que durante tanto tiempo me acompaña.
Al observar con
atención la pared que encuentro a mi izquierda, me invade la certeza
de que he cometido algún tipo de equivocación en el cómputo total
de rayas negras.
Las líneas
trazadas por mi mano van agrupadas de cinco en cinco. El último
trazo lo hago aparecer cruzado sobre los cuatro restantes. Así,
considerados todos en su conjunto, conforman un calendario que me
informa del paso inexorable del tiempo.
Ese contador final
acabará por confirmarme otro tipo de sospecha: que esas marcas de
tinta significan para mí en realidad el único hilo que mantiene
sujeta mi mente a la cordura.
Repaso de nuevo la
contabilización. Me descubro haciéndolo una y otra vez en esta
mañana de invierno y compruebo que no hay equivocación posible. El
resultado es siempre el mismo y por mucho que me mese los cabellos
por la desesperación, no voy a lograr que éste varíe.
Me resulta inaudito
que la cifra total sea tan elevada, que yo aún siga allí y sin
ningún daño. Pero tienen que ser ciertos los datos. Me he ocupado
en realizar con cada amanecer la correspondiente marca. Es una acción
que realizo al despertar, con el único objetivo de generar el hábito
necesario y que nunca se me olvide hacerlo. Bien es verdad, que
primero lo hago y luego lo relego hasta el día siguiente.
Recuperado de la
conmoción que me supone reconocer la verdad, debo afrontar con
entereza el transcurso de una nueva jornada. A estas tareas tan
elementales queda reducida la liturgia de cada uno de mis días:
anotar en el muro el trazo de tiempo y sobrevivirlo después, con la
voluntad empeñada por entero en elevar el cómputo.
El tiempo. Nunca le
he considerado un bien escaso, algo a lo que prestarle un poco de
atención. Prescindí, sin más, de tomarlo en consideración, y
nunca le otorgué la mayor importancia. Ahora, sin embargo, en estos
momentos tan difíciles por los que atravieso, descubro en él unas
connotaciones que jamás le supuse; provoca en mí una reflexión
obligada.
Queda claro
entonces que solo en estos instantes soy consciente de la
imprudencia cometida por tanto derroche, por lo ridículo que resulta
ahora en mi caso pensar en el futuro, en la mentira en la que vive, porque ¿quién asegura la realidad de la eternidad de las cosas? Por eso es
tan importante saber hasta dónde podré llegar y si no me fallarán
las fuerzas antes de conseguirlo.
Concluyo con ello,
que no hay margen para la equivocación, decido también que con cada
nueva muesca en la pared, sumo un triunfo en mi haber al estar un
poco más cerca de la salvación.
Destierro
al olvido las cifras y las operaciones aritméticas realizadas.
El
embobamiento que viste la cara de Max
acapara
en este momento mi atención. Ese rottweiler de pelaje negro, empeñado siempre en no querer hacerme compañía, ha bostezado.
El huraño y
sombrío animal se pasa las horas muertas tumbado en el que siempre
fue su rincón favorito. Su cuerpo de titán ocupa demasiado
espacio, tanto, que a veces tropiezo con él sin poderlo evitar. En
esos instantes siento cómo me clava las pupilas en la nuca y levanta
el belfo. A Max no le he considerado nunca el mejor amigo del
hombre.
―Eh,
Max ¿Crees que algún día podremos llegar tú y yo a ser
amigos?
Max
no hace nada que pueda interpretar como una respuesta a mi pregunta.
Eso sí, fija en mí esa mirada que cada día me incomoda más.
El
rincón más alejado del salón. Es allí dónde suele malgastar su
existencia. Únicamente abandona ese refugio cuando tiene que evacuar
o le entra hambre. Cuando esto último ocurre ―hace
tiempo que no le alimento con un régimen regular de comidas―
levanta la cabeza y ladra, una sola vez, de manera grave,
decididamente aterradora. Luego me mira, con esa fijeza animal
que no permite adivinar nunca lo que pueda estar sintiendo, esperando
impaciente que vacíe en el bol la bolsa de comida empaquetada. Ese
recipiente arañado fue en su día un regalo de mi hija Marta. Hará
de ello al menos diez primaveras.
―Dios
mío, ¿tanto ha pasado ya?―El
tiempo, otra vez el maldito tiempo―.
Pensar que, al encontrarlo abandonado cuando era un cachorro en la
carretera de circunvalación de Madrid, me interesaban tantas cosas
en esa etapa de mi vida y acaparaban mi atención tantos otros
asuntos. Y ahora, sin embargo, me avergüenza pensar que es para mí
importante recordar cuándo le regaló mi hija el comedero al perro
y no otras cosas que sin duda serían de mucho más calado en estas
circunstancias.
Bebo
un sorbo del vaso que tengo en la mano. Nada más sentir el líquido
en mis labios siento un profundo asco y lo escupo al suelo. El whisky
está aguachinado y demasiado tibio para mi gusto.
Comparando ambos
detalles, llego a la conclusión de que ya no tengo interés por el
perro y sí por la temperatura de mi whisky. El hielo se ha diluido
en el transcurso de la última hora y no he reparado en ello. Ya
fuera por el calor de mi mano, ya fuera por mi propia dejadez, el
caso es que he estropeado el whisky y tal contingencia me ha puesto
de mala leche.
Pero como ocurre
cuando la espera ha podido ya con uno, cuando las cosas ante tu vista
van perdiendo su trascendencia, acabo por decidir que ahora eso, poco
o nada importa...
fin del primer acto
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