viernes, 30 de abril de 2021

           libro LOS AMANTES INFINITOS

                                        

Serás un hombre, hijo mío...


Un fragmento del libro en el que se incluye un poema de Rudyard Kipling.


... “ Serás un hombre, hijo mío:
Si puedes mantener intacta tu firmeza cuando todos vacilan a tu alrededor.
Si cuando todos dudan, fías en tu valor y al mismo tiempo sabes asumir y exaltar tu flaqueza.
Si sabes esperar y a tu afán poner brida, o siendo blanco de mentiras esgrimes la verdad, o siendo odiado al odio no le das cabida ni ensalzas tu sabio juicio ni proclamas obscenamente tu insigne bondad.
Si sueñas, pero el sueño no se vuelve tu monarca
Si piensas y el pensar no mengua tus ardores.
Si el triunfo y el desastre no te imponen a la fuerza su ley y los tratas de la misma manera, como dos impostores que fuerzan tu intención.
Si puedes soportar que tu frase sincera sea trampa de necios en boca de malvados o mirar cómo quedó hecha trizas tu adorada quimera y tornar a forjarla nuevamente con los útiles mellados que quedaron de recuerdo.
Si todas tus ganancias las pones en un mismo montón y las arriesgas osado en un solo golpe de azar y lo pierdes, y con bravo corazón y sin hablar ni convenir en tus pérdidas, vuelves a comenzar de nuevo.
Si puedes mantener en la ruda pelea alerta el pensamiento y el músculo tirante para emplearlo cuanto en ti todo flaquea menos la voluntad que te empuja al frente.
Si entre la inmensa turba das a la virtud abrigo.
Si no pueden herirte ni amigo ni enemigo.
Si marchando con reyes del orgullo has triunfado y si eres bueno con todos pero no demasiado.
Y si puedes llenar el preciso minuto en sesenta segundos de un esfuerzo supremo,
Tuya es la tierra y todo lo que en ella habita y lo que más, serás hombre hijo mío.”

Este poema de Rudyard Kipling ha marcado desde la adolescencia mi forma de vida y mi manera de ser.
Continuamente he intentado cumplir las máximas de sus líneas y sus versos, aunque no siempre lo haya podido conseguir.
La culpa de que eso fuese así la tuvo mi abuelo, que desde el principio de mi existencia se empeñó en hacer de mí un hombre, en toda la extensión de la palabra, y tal y como en su día pensó Kipling que debía ser uno verdaderamente auténtico...


sábado, 13 de febrero de 2021

libro JAZMINES DESDE MANILA



                                  CAPÍTULO - 1

 Salamanca, febrero de 1870                                                                                                        

            Los dos hombres se mantenían inmóviles, con la mirada fija en el horizonte sin llegar a ver. Espalda contra espalda. Cubiertos sus torsos con la sola protección de una camisa que, a pesar del relente de la mañana, comenzaba a empaparse del sudor provocado por el miedo, por el nerviosismo de la tensión del momento. Cada uno de ellos con la pistola reglamentaria en la mano, convenientemente cargada y auditada por los padrinos designados por cada parte en litigio.

En la gélida mañana con la que se vestía ese día de invierno, habían sido convocados en ese lugar a las afueras de la ciudad una docena de ilustres ciudadanos de Salamanca. A espaldas de la justicia. Temerosos de que pudieran descubrirlos. Con la obligatoriedad del pacto de silencio y de la privacidad más estricta. Expectantes y excitados por comprobar el resultado final de la pugna.

A pesar de la expresa prohibición que las leyes hacían de ese tipo de desafíos, ninguno de los presentes había renunciado a comparecer en esa intempestiva mañana de febrero. El honor de ambos caballeros lo requería —aunque fueran diferentes las razones que forzaban a cada uno a hacerlo— y se sabía que ninguno de ellos renunciaría a ese fatal encuentro que tanto les obligaba. Pese a que pudiera irles la vida en ello.

Los padrinos —dos por cada duelista—, así como los testigos obligados a estar presentes durante el desafío —también en número de dos, designados por cada una de las partes— se habían encontrado en ese claro del bosque a la hora señalada. Los primeros no tardaron mucho en acordar las pautas para el correcto desarrollo del encuentro, derivadas de las reglas no escritas, aunque aceptadas, del «Código del Honor» entre caballeros que llevaba en vigor desde hacía siglos.

La gravedad de la ofensa causada por uno de los duelistas hacía imposible cualquier reconciliación o renuncia al pleito. Así lo habían entendido los padrinos del ultrajado, que habían desistido por expreso deseo de éste a lograr del ofensor cualquier otra reparación que no fuera el derramamiento de sangre. El ofendido se había negado de manera rotunda a negociar nada con el ofensor.

Los padrinos acordaron que el duelo fuera á outrance, lo cual equivalía, en el lenguaje propio de los desafíos, a un encuentro a muerte bajo la modalidad de «a pie firme», siendo la distancia de los disparos entre duelistas la de treinta pasos. También se decidió el terreno en el que se lidiaría con la muerte. Medido con exactitud el emplazamiento de los puestos que ocuparía cada litigante y otorgada por sorteo la ubicación de cada uno de ellos.

Al ser la distancia elegida inferior a la máxima regulada para este tipo de desafíos —treinta y cinco pasos—la suerte sería la encargada de decidir cuál de los dos realizaría el primer disparo. Ésta resolvió que el ofensor fuera el elegido para formalizar el primer disparo.

A las nueve en punto se hallaba todo dispuesto. Para velar por el cumplimiento de lo pactado se había sometido el duelo al enjuiciamiento de tres árbitros garantes de su buen desarrollo. Como parte fundamental de su cometido vigilarían la limpieza y la imparcialidad del lance.

Apostados al lado de éstos y sujetando en la mano su maletín sanitario, aguardaba acontecimientos el médico encargado de certificar la muerte de alguno de los contendientes —o la de los dos, según se diera el caso—. El galeno mantenía dibujadas en su semblante la gravedad y la circunspección que merecía la ocasión.

Solo quedaba aguantar la respiración. Confiar cada uno de los duelistas en la suerte y en la puntería de la que deberían hacer gala para quitar la vida del contrincante y salvar la suya.

—Comiencen a caminar a mi orden —el árbitro principal rompió el silencio que se había apoderado de la mañana—. Uno, dos…

Los duelistas separaron el contacto de sus humedecidas espaldas y comenzaron a caminar en dirección al punto señalado previamente. Cada uno de ellos, sujetando la pistola y contrayendo al tiempo la mandíbula, que se tensaba y se relajaba con cada paso dado. La incertidumbre del momento los envolvía.

—… treinta. Deténganse... Dense la vuelta... Pónganse el uno frente al otro y aguarden mis instrucciones. Les recuerdo que queda terminantemente prohibido presentar el costado o no mostrarse erguido ante el contrario.

Los dos hombres giraron su cuerpo y obedecieron las instrucciones del árbitro. Con la cabeza erguida encararon la presencia de su contrincante y también la de su destino.

El director del combate tomó de nuevo las riendas. La primera palmada que dio fue la que provocó la prevención de los adversarios y su puesta en guardia. La segunda, la orden para que el ofensor apuntara a su rival con la pistola. La tercera, la que le daba vía libre para que disparara cuando dispusiera.

La bala salió del arma con un ensordecedor estruendo que resonó en el interior del bosque y vomitó un importante reguero de humo blanco a su alrededor, que tardó un tiempo en disiparse.

Todos miraron en dirección al ofendido que, después de transcurridos unos inciertos segundos, continuaba de pie y sin mover un solo músculo. El ofensor había fallado su tiro, pero la bala había rozado su sien, haciendo que comenzara a sangrar levemente. Para su suerte, no había encontrado carne en la que penetrar.

Tocaba ahora el turno de disparo del ofendido, que miraba hacia el nutrido grupo de asistentes aguardando, con aparente calma, las instrucciones del árbitro.

—Atención a mis órdenes…

Se escuchó de nuevo una primera palmada para la prevención. La segunda y la tercera se produjeron sin apenas intervalo de tiempo. Cuando el dedo índice apretó con suavidad el gatillo, el hombre que portaba el arma supo que no fallaría.

Desde la distancia de aquellos fatídicos «treinta pasos» vio derrumbarse a su contrincante como un pesado fardo. La mancha roja que nació en el pecho del ofensor comenzó a extenderse por su camisa, empapándola de sangre. Había recibido el balazo en el centro de su corazón, partiéndoselo, privándole al instante de cualquier dolor y también, de la vida.

El médico, autorizado por el árbitro, se acercó con presteza hasta donde se encontraba el cuerpo del hombre abatido. Comprobó que no existía pulso y que el aliento no surgía de su boca. Miró a los ojos del árbitro y negó con la cabeza. Era la manera con la que certificaba su muerte.

A la vista del dictamen médico, el árbitro invitó a los testigos designados por el fallecido para que se acercaran hasta el cadáver y lo envolvieran en un lienzo blanco traído al efecto. Colocado el cuerpo en el interior del sudario, lo levantaron en vilo y lo transportaron hasta el carruaje que lo conduciría hasta su domicilio. Finalizado este acto formal, dieron por concluida la importante misión que se les había encomendado.

El ofendido, mientras ocurría todo aquello, dejaba caer su pistola y se arrodillaba en el gélido suelo. No se sentía bien. A pesar de haber lavado la terrible afrenta que lo había llevado hasta allí, era consciente de que la muerte del hombre no repondría las cosas en su sitio ni le libraría del eterno cargo de conciencia que suponía arrebatar la vida a un ser humano. Aunque esta acción violenta hubiera sido llevada a cabo por una necesidad de justicia y desagravio.

Ahora, su hija, podría descansar en paz en la soledad de su tumba. También su nieto fallido en el vientre de ésta, que se convertiría en un bello recuerdo de aquello que finalmente no pudo ser.

Aquel hombre, conseguida la reparación moral y física obtenida con la victoria, cargaría a la espalda la violenta muerte de ese otro ser humano que por un tiempo le había brindado su respeto y mantenido con él una cierta amistad, obligándose a vivir con ese lastre el resto de su vida.


miércoles, 20 de mayo de 2020

booktrailer "EL REINO DE AKABA"



Se han cumplido 5 años desde la publicación de mi libro EL REINO DE AKABA.
Dado que he recuperado de la editorial que lo venía publicando los derechos de la obra, he decidido darle otro aire al libro y he creado una nueva edición, ahora independiente, con estreno de portada y de maquetación, pero sin perder un ápice de la frescura y de la actualidad, de esta trepidante aventura que sigue generando opiniones favorables entre los lectores que ya la han disfrutado.

EL REINO DE AKABA cumple cinco años. Espero que, con esta nueva reimpresión, siga cumpliendo muchos más, amenizando las horas con su lectura y también, acumulando adhesiones a esta historia por mucho más tiempo.

La ocasión merecía un booktrailer de presentación, realizado con el mismo cariño y entrega que el propio libro. 


martes, 12 de noviembre de 2019

Libro LA MEMORIA DEL DIABLO






El 6 de noviembre fue la puesta de largo de mi nuevo libro LA MEMORIA DEL DIABLO a través de su booktrailer.
Hoy, 11 de noviembre, ya está disponible para su publicación y comercialización.

Lo podréis encontrar en AMAZON. (formato KINDLE y en formato PAPEL).
Confío en que todo aquel que lea este nuevo libro, lo disfrute tanto como yo lo he disfrutado escribiéndolo.











martes, 5 de noviembre de 2019




booktrailer

LA MEMORIA DEL DIABLO


            Ya está a la venta el sexto libro que acabo de publicar y que lleva por título, LA MEMORIA DEL DIABLO, un thriller de acción con tintes sobrenaturales, en el que las mujeres que lo protagonizan, no dejarán indiferente a nadie que se asome a sus vidas.
               Saldrá publicado en AMAZON, tanto en la versión KINDLE como en PAPEL.
               Aquí os dejo el booktrailer de su presentación, en el que se establece, en líneas generales, la trama de las más de 400 páginas de las que consta el libro.
               A continuación del booktrailer, dejo la sinopsis de la novela, que aparecerá en la contraportada de la edición en papel. 
               En esta sexta novela he vuelto a trabajar en un género diferente al de mis cinco manuscritos anteriores, lo cual me llena de satisfacción por haber sido capaz de superar el nuevo reto que me había planteado para mi carrera literaria.






         
Sinopsis:
       Que el ser humano tiene recuerdos, lo sabemos. También, que cuando la llama de su vida se apaga y el espíritu abandona el armazón del cuerpo, los recuerdos desaparecen
con él.
       Ahora bien, cuando hablamos del Diablo la cosa cambia. Sus recuerdos se perpetúan más allá del tiempo y de la vida. Perduran con el transcurso de los siglos, porque en realidad son eternos.
       El Diablo tiene memoria y ésta es implacable. Cuando te enfrentas a él, lo más seguro
 es que tu alma acabe ardiendo en el infierno. Pero si logras escapar por alguna razón a 
ese destino, jamás podrás dejar de mirar a tu espalda. El Diablo nunca olvida y regresa siempre a cobrar las deudas pendientes.
       Algo trágico que ocurrió en el siglo XVI recupera el protagonismo en pleno siglo XXI.
       Y aquello que logró doña Candela Bioké, santera africana, en tierras del «Nuevo Reino
de Granada» repercutirá gravemente en la vida de Elsa Guerrero, una periodista de investigación que vive en el siglo XXI.
       Y es que una victoria parcial sobre el Diablo conlleva una persecución de las tinieblas, en forma de siglos de sufrimiento y muerte.
       Las fuerzas del bien se unen en contra del demonio, pero casi nunca se sale bien parado del encuentro.
       Elsa Guerrero es consciente de ello, pero no tiene otra alternativa. Cuando conoce su destino, sabe que deberá luchar a muerte con todas sus fuerzas. En sus manos está salvar las vidas de todos aquellos que son parte de la «Memoria del Diablo» y de su secular e íntima venganza.
      Pero ni Candela ni Elsa están desamparadas en su lucha.
      Tienen a su lado, a otros seres humanos que batallarán junto a ellas hasta su último aliento.


jueves, 11 de julio de 2019



      Fragmento de mi libro "PECADOS"




CAPÍTULO - 1





La tarde se estaba consumiendo a pasos agigantados. Los pájaros que sobrevolaban el camposanto dirigían sus vertiginosos vuelos hacia lo más intrincado y recóndito del follaje. Planeaban bellos sobre los cipreses jalonados en las márgenes de la calle principal que atravesaba de norte a sur el cementerio. Estos gigantes de brazos caídos aseguraban un refugio seguro. Entre sus ramas disfrutaban de su descanso, parapetados en el interior de los nidos hechos de barro y de brotes secos, en el esmerado cuidado de sus impacientes polladas. 

El intenso frío del invierno y el viento racheado que azotaba los rostros lo invadía todo. La única compañía que daba algo de calidez a los muertos allí presentes, eran aquellas personas, que a pie de tumba y con vínculos familiares entre sí, compartían el escueto espacio alrededor de la fosa. También, todas las miserias habidas en su mundo. El silencio de sus labios -que no de sus mentes- circundaba la estrecha boca de la sepultura aún vacía de contenido. Aquel era un heterodoxo y desarraigado grupo. Cualquier observador que detuviera la mirada en sus rostros, hallaría impresa en todos ellos la mayor de las displicencias, el más profundo de los rencores. Se palpaba en el ambiente la fuerte animosidad de los unos para con los otros. Cada asistente al sepelio se sumía en sus propios y oscuros pensamientos. Más, en algo, todos coincidían. Estaban impacientes porque el sacerdote que oficiaba el acto diera por finalizada la ceremonia. Unos, por unas razones; otros, con intenciones muy distintas. 

El ministro de Dios formalizaba de manera profesional el oficio. Sus ropajes de color blanco y púrpura flotaban en el aire en vuelo anárquico, al ritmo que le marcaban las rachas de viento embravecido que circundaba a su alrededor. Pero habría que añadir algo más. Al miembro de la iglesia que tan estoico se mostraba, le resultaba inquietante y molesto percibir esas aviesas miradas cargadas de odio que se cruzaban aquellos individuos que le flanqueaban. 

«Ni en la paz eterna de un camposanto la gente se aviene a olvidar sus particulares rencillas» -pensaba el sacerdote. 

Ojos cargados de mil historias que viajaban desde el ataúd de madera de haya y remaches dorados, al rostro de aquel que se encontraba enfrente, o al del que se hallaba a su lado, apretando las mandíbulas o mascullando pensamientos en forma de reproche y odio. Esas miradas que atravesaban el corto espacio viajaban incendiadas con mensajes de rencor y desconfianza. Sin duda, a causa de numerosas cuentas pendientes por saldar. Por cuestiones inconfesables en público, dejando claro lo que se pretendía con ellas. Ira y desconfianza. Pasiones oscuras cuando uno las siente por otro. Nadie despegaba los labios. Ningún sonido que no fuera el rumor del viento que iba incrementando su crudeza, como preludio de tormenta que fuera a desatarse en cualquier momento. El brillo metálico de los iris de los ojos, la comunicación gestual de cada uno de los asistentes lo proclamaban todo. 

Los dos operarios del camposanto que habrían de deslizar el féretro hacia el interior de la tumba, aguardaban transidos de frío a que finalizase el acto religioso. Sus manos encallecidas por tanta maroma rugosa como se había deslizado por ellas a lo largo de su vida, habían endurecido la epidermis que asomaba desnuda al mundo. Ahora, esas manos se movían inquietas en el interior de los bolsillos, aguardando entrar en acción y dar cuenta del cadáver que esperaba su turno en el interior del féretro. Tenían ganas de acabar pronto para regresar a sus casas. El día, tal cual había amanecido, resultaba de todo punto desagradable. 

La más joven de las mujeres, integrada en aquel desleal grupo familiar, mostraba en su crispado rostro más nervios y desconfianza que el resto de los individuos. Así lo atestiguaban sus gestos y el rictus de su cara. Poseía unos rasgos hermosos, de los que muy de vez en cuando regala la naturaleza y que tanto agrada al amante de la belleza. A escondidas de los ojos del resto -en un movimiento que parecía del todo punto involuntario y nervioso- la mujer retorcía entre sus pequeñas y cuidadas manos, carentes de anillos, un pañuelo de algodón bordado. Observaba los alrededores de la fosa con una cierta cautela, demostrando un evidente disgusto por encontrarse allí, de pie, a expensas de las miradas de todos y repleta de pensamientos oscuros y ánimo de revancha. 

Era muy guapa, sí. Esbelta, sin curvas desbordantes. Melena larga de un castaño oscuro elegante. De mediana estatura, llegando a rozar el metro setenta. En su pálida tez, pequeñas arrugas dibujadas en la comisura de la boca que en nada le afeaban, aunque hablaran de la existencia de una preocupación permanente. Tenía la piel del rostro tersa y suave, como lo tendría una muñeca de porcelana. Un atractivo rostro que daba refugio a un par de ojos grises, de esos que siempre sorprenden y dejan sin habla al contemplarlos. En los pómulos, maquillaje algo excesivo para su edad, magníficamente aplicado. En su cara, asomaba a ratos una profunda sombra de tristeza. 

«Al fin y al cabo, has sido durante varios años mi cuñado y también mi amigo. Fuiste siempre mi mayor y mejor apoyo, mi gran consuelo. Voy a echarte mucho de menos. No imaginas cuánto» -se confesaba a sí misma. 

Daniela Marta Haufmann, portaba una de esas gafas de pasta de diseño que tan bien le quedaban. Asumía con acierto ese aire de sensual inteligencia que le conferían y que tanta protección frente a las miradas odiosas del resto le facilitaban también. 

«Esta verdad me acompañará siempre. Lamento profundamente tu pérdida. Eras el único que lograba hacerme reír, que siempre te mostrabas amable y atento conmigo -ese pensamiento agradecido, no le arrancó un solo gesto fuera de lugar-. Eras el único que me ayudaba a sentirme parte integrante de la familia. Fuiste mi confidente, mi paño de lágrimas a la hora de compartir tristezas y cómplice en los escasos momentos de alegría que he tenido en estos años». 

Su cabello se hallaba prisionero del sombrero que sujetaba entre sus manos, temerosa de que las ahora fuertes rachas de viento acabasen por arrancárselo y arrinconarlo contra la pared del cementerio. Esa mirada fascinante que heredó de su padre, carecía ahora del brillo que denota la felicidad. De sus orejas pendían dos perlas auténticas engarzadas en oro blanco. Un exquisito trabajo de joyería que resaltaba aún más la elegancia de su cuello. El aire de sus pulmones ascendió de golpe y le hizo suspirar. Le invadió la breve sensación de que muy poco tiempo atrás, se encontraba derrotada y a merced de todos. 

«Eso es lo que alguno de ellos cree, que nos han derrotado -sus pupilas emitieron un poderoso destello-. Les demostraré su error -levantó el mentón en actitud desafiante-. Cuán equivocados se hallan al respecto». 

Siendo una criatura sublime, se hallaba lejos de la voluptuosidad de los cuerpos rotundos y de los cánones que los certifican. Sin embargo, ningún hombre podría dejar de apreciar en ella a una mujer que merecía miles de miradas y ciertamente la pena. 

El sujeto alto y robusto que se encontraba a su derecha era su marido, el hermano mayor del finado. En los años de infeliz matrimonio que llevaban vividos había llegado a conocerle en su versión más auténtica y odiosa. Ese detalle había acabado por marcarla definitivamente. 

«Es el más canalla de los hombres que he conocido nunca» -susurró entre dientes. Y su semblante se oscureció tanto, como lo había hecho el día en su amanecer. 

Al hombre, por el contrario, no le parecía inadecuada su actitud en el sepelio. Pese a hallarse el cuerpo inánime de su hermano a tres palmos escasos de sus narices, y el de su mujer, a tan solo unos centímetros, no intentó disimular su marcado acervo de depredador sexual carente de escrúpulos. Todo su empeño era paladear la lasciva figura de aquella otra mujer que tenía justo enfrente, dejando que se desatara en el interior de su entrepierna todo el furor del que era capaz de concentrar. 

«¿Cuándo acabará esto? -pensaba, comprobando la alta temperatura que iban adquiriendo sus partes íntimas, y mientras sacaba la punta de la lengua y humedecía sus labios-. Quiero terminar pronto aquí. No aguanto más observar esa maravilla tan cerca de mí y no poder echarle mano. Al fin y al cabo, éste ya está muerto». 

Alex Fonseca era un hombre de estatura inferior a la que tuvo su hermano en vida, y desde luego, eso nunca le pareció justo ni soportable. Tenía la nariz gruesa y de anchos agujeros, heredados sin duda de la familia materna. Fuerte y musculoso, con aquellas protuberancias en forma de bíceps de alguien que además de forzar la máquina en el gimnasio cada día, la engrasa indebidamente con anabolizantes y sustancias reafirmantes; ni legales ni ortodoxas. No existía para él fetiche más excitante que el explosivo cuerpo de su cuñada, embutido ese día tan especial, en un vestido ajustado y de falda escueta; una prenda que provocaba en él un hervor inmediato de la sangre en las venas y un más que merecido rechazo en los ojos del sacerdote, que había caído en la cuenta y se sentía azorado por ello. 

―Ahora, hijos míos, recemos juntos el Padre Nuestro por el alma de nuestro querido hermano Marc, que Dios lo tenga en su gloria -sugirió el sacerdote, entre tanta miseria de oscuros pensamientos-. Padre nuestro... 

El cínico rictus que se dibujaba en la cara del hombre de nariz ancha causaba a menudo rechazo y una primera impresión de manifiesta deslealtad. Sus ojos casi negros -resultado de la importante cantidad de melanina que retenían sus iris- lo auscultaban todo, lo violentaban todo en su insidioso recorrido. Un negro pelo cuidadosamente engominado. La excelente calidad del calzado que envolvían sus pies -Guccis de setecientos euros el par- corbata de seda, gemelos de oro y brillantes que ceñían las mangas de su camisa Abercrombie & Fitch. Traje Hugo Boss de corte moderno. Todo resaltaba en su conjunto. Lo que más, la clase social a la que pertenecía y el poderoso narcisismo al que se regalaba cada día de su vida. 

El sujeto balanceaba su cuerpo de un lado para otro y luego repetía la operación de atrás hacia adelante, en un gesto cuyo significado manifestaba bien a las claras hallarse ausente de la ceremonia que se celebraba ¿Que su hermano había muerto de repente, por causas que aún estaban siendo investigadas por la policía y por la fiscalía? ¿Que ahora estaba pálido y en descomposición, dentro de una caja de madera noble y a punto de ser introducida para siempre, en un frío y solitario agujero? 

«Aquí cada uno ha vivido a su entera disposición y este invertido, lo ha hecho más que ninguno. Me importa una mierda su muerte. Hace mucho tiempo que debería haberlo estado ¿No tenemos que morirnos todos alguna vez? Pues ahora le ha tocado a él y bienaventurada sea la ocasión. Mañana puede que me toque a mí y desde luego, a más de uno de los que ahora me rodean le agradaría asistir prontamente a mi entierro -su cinismo no conocía límites-. Apenas tuve trato con él, y cuando lo tuvimos, fue para encabronarme. Cuántas veces he planeado su muerte. En cuántos momentos he acariciado la idea con mis dedos y por fin, aquí está, tieso como la mojama y con ese traje de madera que tan bien le queda. No seré yo quien llore su pérdida. Será, por el contrario, todo un alivio» -concluyó finalmente. 

La cuñada del hombre, que tanto celebraba la muerte de su hermano -en connivencia íntima con él- disfrutaba de la lujuriosa mirada que éste le regalaba. En pago de la misma, devolvía toda suerte de gestos provocadores, recuerdo sin duda del último de los sórdidos encuentros sexuales que habían tenido a espaldas de todos, incluida su hermana. Miradas saturadas de salvaje deseo y complicidad. En ese preciso instante -esa mujer entregada al juego sexual que le proponía el hombre que tenía enfrente-, se imaginaba haciendo el amor en un lecho de dos metros cuadrados, vestido por sábanas blancas y arrugadas. Aquella cama en la que el hombre por cuya piel transpiraban atropelladas las feromonas, hacía realidad su inagotable deseo sexual y en la que además veía afianzados y cumplidos los planes que ella se había trazado. Incluida la muerte tan celebrada de su concuñado. En su imaginación desbordada, viajaba ahora al tálamo nupcial de él. Allí gritaba el placer de un sexo sin límites y sin trabas. A ella poco le importaba que su hermana, hubiera descansado en algún momento su cuerpo sobre aquellos muelles aguantados por cuatro patas de madera noble. 

Mujer voluptuosa y carnal, con treinta y cinco años repletos de sensualidad femenina. No había restos en su cuerpo de Botox ni de silicona. Todo lo que se adivinaba era natural y siempre supo mostrarse orgullosa de ese hecho. A diferencia de su hermana, su cabello era negro eléctrico, y su rostro, tintado de un marcado color aceitunado. Poseía rasgos más propios del este del Mediterráneo, que los caucásicos habituales en su familia paterna. Era el vivo retrato de su madre, una bailarina libanesa aclamada en el país de los cedros. Hija de aquella exótica mujer, que emigró en la década de los años setenta a la Argentina, feliz y enamorada, acompañando la carrera profesional del que fue su marido. En Buenos Aires fijaron su residencia temporal, para a continuación obtener la nacionalidad argentina y viajar bajo el amparo de su nuevo pasaporte. Vivieron los cuatro durante unos años en la ciudad de la Plata, hasta que la actividad propia de un diplomático, como lo era el cabeza de familia, les obligó tanto a ella como a sus dos hijas, a desembarcar en un amplio número de países tan dispersos, que al final resultaba complicado recordarlos todos. Países en los que nunca llegaron a echar raíces, por tan breves cómo fueron sus estancias en ellos. Sus vidas fueron transcurriendo entre mudanza y mudanza, hasta que desembarcaron de manera definitiva en España. 

Mientras que su hermana pequeña había calcado la piel blanca y suave de su padre -un rioplatense con ascendencia alemana que se había enamorado perdidamente de aquella bailarina fenicia- ella, por el contrario, había heredado los genes de su madre y todo su porte y calado fenicio. Su vestido de corte ajustado y emocionante escote, traspasaba la línea de lo adecuado para un acto como el que ahora la ocupaba. Pero a ella no parecía importarle en absoluto las miradas de desaprobación que cosechaba desde todas partes. 

«Mal rayo os parta a todos -masculló por lo bajo-. Este perro rabioso se halla ahora en el lugar más adecuado para él. En el interior de una cajita preciosa y con la tapa bien tachonada de clavos. Y en la misma postura en la que se encuentra, me alegrará veros a todos aquellos que me queréis mal -y sonrió divertida en dirección al féretro de Marc, pues menuda era ella-. En pago por tus hazañas -continuó con sus argumentos- mira ahora cómo te ves. Sé que no podía haber sido de otra manera, porque llevabas buscándolo desde hace tiempo. Ahora es mi momento. El tuyo, por el contrario, ha pasado a mejor vida». 

Ambas hermanas representaban a la perfección la contradicción de las dualidades: noche y día, calma y fuego, luz y oscuridad. No podían ser más diferentes. La mujer morena de rostro sensual, abandonó la rabia que por un momento le había abordado y volvió a imaginar muchas más cosas. Pareció percibir -como si estuviera ocurriendo en ese mismo instante- el desfile de gotas de sudor que surcaban su piel al término de la noche tan salvaje que disfrutó con el hombre que aún la miraba excitado. Estaban compartiendo en esos instantes el mismo deseo y parecidas ansias. Su voluptuoso pecho parecía querer escapar a sus rígidas ataduras y se removía inquieto con cada agitada respiración que surgía desde su bajo vientre. Pareciera que el entallado escote de su vestido fuera a estallar en cualquier momento. Marcela Claudia Haufmann, sin embargo, no mostraba el más leve apuro, a pesar del azoramiento espasmódico que le invadía. Aquel desasosiego no podía estarle pasando desapercibido a una hermana pequeña que, aunque lo callaba siempre, lo veía todo. 

«Menuda mosquita muerta está hecha mi hermanita, con ese rostro de no haber roto nunca un plato» -se dijo. 

El más viejo de los presentes, hombre de pelo canoso y excesivamente largo para los gustos más ortodoxos, competía de manera frontal con su hijo mayor en el procaz escenario de la vida. Pareciera que siempre acabarían pugnado entre ellos por todo y en cada ocasión que se les brindara. Dinero, poder, influencia… Hasta por ver quién provocaba un mayor rechazo en los demás. Ese hombre mayor, mostraba al exterior una mayor soberbia aún que el hombre robusto. Su mirada era mucho más ofensiva que la de éste, y la hermana de su nuera, esa mujer morena y exuberante que tanta lujuria provocaba en los hombres que la observaban, resultaba ser también una continua fuente de conflictos entre ambos, aunque ninguno de ellos conociera en realidad la tórrida historia que la mujer mantenía en paralelo con el otro. 

El hombre entrado ya en años mantenía aún presente en su boca, el sabor salado y picante de la piel sudada, el regusto almizclado del cuerpo femenino. Ningún reproche moral le había provocado que tan solo un par de horas antes de aquella ceremonia luctuosa, estuviera inmerso en el íntimo disfrute de un encuentro sexual con aquella mujer de curvas generosas y labios carnosos que tanto insinuaba y que le hubiese arrancado a sorbos la esencia vital de su hombría. La muerte de su hijo parecía haberle llevado en esos días al paroxismo del deseo, en vez de entristecer en buena lógica su ánimo. 

«Un hombre distinguido y con clase -a decir de todos aquellos que nunca tuvieron que enfrentarse a él». 

Alto y con un buen porte. Alberto Fonseca, tenía las sienes plateadas y un corte de pelo inmaculado. Ni uno solo de sus cabellos se hallaba fuera del lugar previsto, ni del más adecuado para el conjunto que pretendía. A simple vista, quedaba delatada con claridad la excelente vida que llevaba. De barriga incipiente y con unas manos cuidadas con especial esmero. Nacido sesenta y cinco años atrás en Bayona, Pontevedra, vestía un traje oscuro de Armani sin corbata, el cual le quedaba algo estrecho, clavándosele con un poco de saña en el cuerpo las costuras de la americana. Su piel morena y tostada por sesiones interminables de rayos uva, hacía que resaltara en su cuello -como un reflejo de faro marino en la noche- el grueso cordón de oro de 24 quilates que se enroscaba sobre sí mismo. Tal y como lo haría un áspid egipcio en su hora de sueño. 

En otro tiempo, su pelo debió ser profusamente negro, de la misma clase de cabello que heredó su hijo mayor. En el interior de sus cuencas orbitales se movían sin parar dos ojos negros como la pez. Unos globos oculares que habían sido clonados por su hijo cuando éste nació. 

«De tal palo tal astilla» -reza el refranero- «Y no hay mejor cuña que la que procede de la misma madera» -nos habla el otro que lo complementa y lo complica. 

Nunca fue más adecuada la sabiduría popular que cuando se llegaba a conocer la tormentosa relación existente entre ellos y que tan bien podía ilustrarla la literatura de ambos dichos. Porque, jamás hubo una certeza mayor con ellos dos. Eran iguales en su interior y en sus formas, por eso mismo se sacaban los hígados siempre que podían. El uno del otro, parecían ser sus peores enemigos. 

«Ahora, con la muerte de mi hijo pequeño, podré llevar adelante mis planes. No necesitaré forzar nada más para conseguir lo que me había propuesto. Mejor horizonte, imposible» -no sintió ningún rubor ni cargo alguno al manejar este pensamiento. 

El hombre de la ropa ceñida había heredado de su padre una inquietante nariz aguileña, regalo de alguna generación pretérita de las montañas de Asturias y que acabó finalmente echando raíces en las costas gallegas. De tan afilada que la tenía, y en virtud de tantos años transcurridos, cuando alguien posaba su vista en ella creía hallarse delante de un cuervo o de un ave de presa, con todos los condicionantes peyorativos que conlleva una comparación como esa. 

Muy cerca de él, a los pies del solitario y mudo féretro que devolvía la misma tristeza que recibía, la obesa y llamativa esposa del hombre mayor -una señora equivocadamente elegante y vestida con muchos más años que los que pretendía aparentar- rezongaba en su propia soledad, manteniendo una acalorada conversación con alguien del todo punto invisible. Iba escandalosamente maquillada. Sin acierto ni gracia alguna por lo demás. Mostraba una costosa manicura que resaltaba por su color negro mate, acompañada de un atiborrado revoltijo de anillos y pulseras, a cada cual más impactante. A pesar de estar celebrándose el funeral de su hijo pequeño, Adela Serret i García, parecía encontrarse ajena a todo lo que ocurría a su alrededor; del mismo modo que parecían vivirlo los demás. 

Su orondo cuerpo iba envuelto en un traje que en otra mujer hubiera quedado hasta elegante, más en ella, y por su personal forma de exhibirlo, la vulgaridad y la chabacanería hacían negocio cantando «La Traviata» a la vista de todos. El color de su pelo intensificaba la claridad del lugar, de tan oxigenado como se hallaba. Sus rasgos faciales eran de lo más anodinos, sin nada reseñable que no fueran unos hermosos ojos verdes de intensidad profunda y unos pómulos marcados por el exceso de grasa. A todo lo anterior se le añadía -justo era mencionarlo y añadirlo como corolario- una papada imposible de rodear en más de una vuelta por el collar de perlas auténticas que amenazaba con estrangular a su dueña, a cada movimiento de su cuello. Sin embargo, a pesar de su enorme humanidad, su mente era estrecha y cuadriculada. Los años la habían vuelto un ser egoísta y ridículo. Sus gustos se limitaban al amasamiento indiscriminado de dinero, a la ginebra seca y disfrutada en soledad, a la insana y copiosa comida basura que consumía sin freno y al deseo sexual y tirano que le provocaba su profesor de paddle. 

Adela vagaba cada día y con especial simpleza, por las exclusivas instalaciones del club de tenis en el que transcurrían los momentos más emocionantes de su vida, a la espera de la caza mayor que suponía el cuerpo musculoso y joven que tanto le gustaba disfrutar. Recordaba con especial énfasis en esa mañana de viento recalcitrante -a pesar de que el cadáver del que fue su hijo casi podía tocarse- al lascivo profesor de saque y revés que le daba consejos e indicaciones en clases matutinas, para luego, al caer la tarde, usar sus expertas manos para lograr ponerla a tono con otro tipo de ejercicio. Un eléctrico pellizco pareció sacudir su cuerpo al recordarlo. Pese a encontrarse algo soliviantada por la inesperada evocación del hombre que acaparaba últimamente sus tardes y sus noches más ajetreadas, consiguió -no sin un gran esfuerzo por su parte- levantar la vista y recorrer con ella el conjunto de rostros que la acompañaban, valorando la posibilidad de que alguno de ellos hubiera sido consciente del estremecimiento que había surgido por detrás del tejido de su ropa interior, y que amenazaba con hacer lo mismo con el caro traje de chaqueta que lucía. Comprobó con un cierto alivio que nadie la miraba, aunque eso significase también sentirse un poco defraudada por ello. Ella disfrutaba siempre del hecho de que la gente se detuviese a observarla, con el pretexto que fuera y con la intención que se tuviera en mente, siempre y cuando fuera para admirarla y envidiarla al mismo tiempo. 

«Mi blando y estúpido Marc -le reprochó con el pensamiento-. Bien sabías tú que a nada bueno conduciría esa actitud que adoptaste en los últimos tiempos. Los pusiste a todos en tu contra. Te precipitaste tú solito en la brasa y ésta te acabó chamuscando. Se sabía inevitable este resultado. Has pisado a sabiendas demasiados callos y al final, estos te han pasado factura». 

Superada las pequeñas crisis de humanidad y egocentrismo, de la ligera compasión interior mostrada por su hijo, de las evidencias y realidades que siempre supo que ocurrirían, cambió de tercio en sus pensamientos y dedicó los siguientes minutos a repasar los datos económicos que le había proporcionado a primera hora de la mañana su gestor económico. Hizo balance del generoso saldo de sus cuentas bancarias opacas de las que casi nadie tenía conocimiento. Solo otras dos personas en el seno de la familia llegaron a estar en posesión de esa información. La primera, se hallaba reposando en paz y hasta el juicio final, en el interior de ese ataúd de madera que se encontraba a sus pies; la otra, seguía el funeral con el gesto neutro y sin ninguna emoción a tres pasos escasos de ella, mirando en esos instantes en dirección al cielo, en lo que parecía ser el rezo de una oración absolutamente fingida. 

A esa víbora la odiaba en extremo y nunca le perdonaría a su marido que le hubiese facilitado colarse en medios de sus vidas y estuviera amargándole la existencia desde su llegada. La mujer en cuestión, no solamente se hallaba en el conocimiento de ese secreto inconfesable, llevaba además largo tiempo abusando de él y beneficiándose de ello. 

Fabián Delgado, era el joven de rostro sombrío y tez macilenta que respiraba con agitación un poco más alejado del resto, observando el féretro con evidente aprensión. Taladraba su pulida superficie con la mirada, calibrando en su interior, seguramente la intensidad del sentimiento respecto del finado que se encontraba esperando el primer paso hacia el olvido. Un cadáver que aguardaba ya sin ninguna prisa a ser inhumado. 

Fabián, reflexionaba sobre lo que podría haber sido su vida de no haber abandonado la relación de pareja que había mantenido tiempo atrás con el muerto que yacía a sus pies, con el hijo de aquellos dos viejos odiosos que a ratos le agujereaban el corazón con la mirada, ahítos del acusado rechazo que siempre le profesaron. Dejó su presente al margen por un momento. Se centró por completo en lo que fue su pasado y su intenso amor por Marc. Recordó con nostalgia la pasión vivida junto a él, y también, como consecuencia de tanto sufrimiento vivido, el eterno infierno que le hizo padecer. A pesar del doloroso recuerdo que habitaba en su memoria, consideraba, no obstante, que la paz había llegado por fin a su antiguo amante y que ahora todo estaba bien. Porque pensándolo con detenimiento, a lo largo de todos estos años pasados, el muerto había sido capaz de generarle indistintamente un amor y un deseo eterno, al tiempo que un excesivo pesar. Con el siguiente pensamiento que le vino a la mente, Fabián fue consciente de que el primer damnificado de esa vida tan tormentosa como resultó ser a lo largo de todos esos años, había sido el propio Marc. 

Él se había sentido engañado y humillado en demasiados momentos de su vida en común. La promiscuidad practicada por el muerto le había hecho llorar en innumerables ocasiones, y pasó de ser aceptada como mal menor al principio, a resultar insufrible con el paso del tiempo. Porque él, en su fuero interno, sabía que habría consentido a sabiendas y sin rechistar alguna infidelidad puntual por su parte, algún desliz irrelevante debido a su carácter incorregible. Pero cuando hubo llegado el principio del final de su historia en común, todo lo había magnificado y sacado de quicio aquel canalla, que, durante tanto tiempo, fue su único amor en la tierra y su divino amante. 

«De un modo dañino y lacerante -insistía cada día que rememoraba el tamaño del amor que sentía por él y la gravedad de la ofensa recibida- sabiendo como sabía, que le amaba tanto y con total entrega». 

Recordaba muy bien las ocasiones en las que su lado reservado en la cama común, había sido mancillado por amantes impertinentes e insensibles con su situación, abrazados y poseídos por el cuerpo sensual y vanidoso de su amado. Por todo ello y por mucho más, el muerto estaba bien muerto -se decía- a pesar del dolor y del amor que a partes iguales siempre sintió por él en su maltratado corazón. A sus 32 años, Fabián se había convertido en un aclamado diseñador de la Haute Couture, con su exitosa marca de ropa personal internacionalmente conocida y un creciente entramado empresarial que navegaba viento en popa. 

«Quizás ahora, pueda pensar en comenzar a ser verdaderamente feliz. Es posible que desde esta misma noche deje de dar vueltas en la cama y no necesite el somnífero. A pesar del vacío, a pesar de la soledad en la que ahora me encuentro, es posible que mi solución personal esté ya en camino y a punto de llegar. Un largo viaje podría ser ese escopetazo de salida a mi depresión -la gruesa lágrima que resbaló por su mejilla acabó por humedecer el cuello de la camisa- ¡Quién sabe!» 

Sus ojos grises vibraron por un momento. Sus labios finos y escuetos temblaron por la emoción. Una boca lineal en un cuerpo fibroso y bien formado, que fueron un día pasto del deseo y del amor apasionado que le brindó el muerto. 

«Descansa en paz, querido Marc. Ya estás a salvo de ti mismo. Ya no tendrás que entablar batalla alguna con tu enfermedad, ni con los fantasmas y sus sombras que siempre te persiguieron, con esos demonios que al final te han devorado. Allí, a dónde vas, piensa que los ángeles no tienen sexo ni consumen drogas». 

Para él, era vital pasar página cuanto antes, a pesar de todos los recuerdos que correteaban sin brida por su mente. 

La cuarta mujer asistente, en un plano mucho más secundario que el resto, parecía prestar mucha más atención que los demás al mensaje que el sacerdote formulaba. Un trabajo, el del cura, tan alienante como el que fabrica pan a diario, con movimientos largamente entrenados y repetitivos. Su sermón resultaba anodino, huérfano de emoción, bíblicamente impecable. Supo de la mirada asesina que le regalaba Adela, sabiéndose protagonista voluntaria de su ira y de su odio hacia ella. Por eso elevaba la vista al cielo y le pedía paciencia, paciencia infinita para aguantar tanto odio como sentía. Pero estaba acostumbrada a ese rencor recíproco y había acabado por alimentarse a través de él. Los beneficios personales que lo habían motivado y agigantado con el paso del tiempo, merecían sin duda la pena. Así que, en realidad, ella no estaba atendiendo las palabras que salían de la boca del religioso. Se hallaba vagando como todos los demás por los recovecos de sus propios pensamientos, mirando con fijeza a su padre y a su madrastra, pero sin llegar a verlos. En esos instantes, intentaba averiguar todo lo que estos ocultaban al resto y todo lo que el resto les ocultaba a ellos, a ella misma. Reflexionaba, en una palabra, sobre lo que ella le disfrazaba al mundo. 

«Una preocupación menos, finiquitada, conclusa. Toca afrontar ahora la fase que tanto tiempo llevo esperando. Es la acometida final con la que dar la estocada definitiva. Marc -casi lo suelta en alto- me alegra mucho que estés muerto» -y se le escapó una media sonrisa. 

Rubia oxigenada y de ojos del color de la miel vieja, tan fríos y duros como atractivos. Las sesiones de rayos uva le brindaban una tonalidad contradictoria con la estación del año. Y el gimnasio, tres veces a la semana, no había logrado aún rebajar esa talla que con tanto ahínco perseguía hacerla desaparecer. Ahora bien, su verdadera pasión, a la que se entregaba por completo, era seguir con especial detenimiento cualquiera de las sesiones bursátiles de Wall Street. Asomaba entonces a sus ojos el erotismo del poder económico. La tinta de las páginas color sepia de los diarios dominicales -que tanto manchan las manos de aquellos que las deslizan por entre sus dedos- poblaban la cabecera de su cama y aliviaban las tardes de sus domingos. Su hermanastro muerto no había provocado nunca en ella un apasionamiento fraternal. Marc solo le había causado fuertes dolores de cabeza y numerosas preocupaciones. En muchos momentos, hasta se vio amenazada por él. 

«Tanto meter la nariz dónde nadie te había invitado, tanto tentar a la suerte y vivir una vida como la que has llevado en todo momento, tiene estos efectos dañinos» -asentía con la cabeza, en total conformidad con la reflexión. 

Mariana Fonseca Alonso, no se habría sentido obligada a la asistencia al entierro de no haberse perdido con su ausencia la ocasión de odiar y ser odiada una vez más por su madrastra. A pesar de que, al principio, solo sentían un profundo rencor la una por la otra, los tratos ocultos y viciados que ahora mantenían en secreto, habían creado entre ellas un vínculo mucho más fuerte que el del amor filial o el del respeto. 

«Tengo que estar aquí en estos momentos, de manera obligatoria, soportando todo lo que sea necesario» -además, estaba la policía, que no hubiera entendido la ausencia de alguien en el entierro. 

Ese extremo del odio desmedido que sentía clavarse en su corazón con cada mirada de su madrastra, y la imposibilidad que debía sentir ésta última por no poder hacer nada para solventarlo, le motivaba tanto, que formaba parte ya de su quehacer cotidiano. Pasó a ser uno de esos particulares deleites que nadie podría entender si no se era alguien con la personalidad y el espíritu de Mariana Fonseca. 

«De ahora en adelante, las cosas van a complicarse para ti aún mucho más» -lo dijo con los ojos, pero Adela Serret supo interpretarlo perfectamente al devolverle la mirada. 

Cuando el sacerdote acabó con su interminable oratoria y dio por acabado el responso, autorizó con un gesto de la mano la manipulación del féretro por parte de los sepultureros. Las recias cuerdas envolvieron el ataúd y lo depositaron con agilidad en el interior de la fosa. No había tierra con la que acompañar a puñados el descanso eterno del muerto, y muy pocas flores que ofrendarle, por lo que el trabajo quedó completado en un solitario minuto y sin apenas esfuerzo. Al parecer, a los presentes debía parecerles indiferente esa parafernalia de protocolo trasnochado. Unos, habían pasado por allí porque debían y necesitaban hacerlo, sin más. Los otros, porque por diferentes razones se veían obligados, y si hubiese existido la posibilidad de tomar una decisión diferente, no habría acudido ninguno de ellos. 

No hubo ningún otro asistente al entierro que no fuera miembro de la familia. Para el parecer de unos padres rectos y respetuosos como siempre habrían pretendido mostrarse frente al exterior, las reglas implantadas por la sociedad en la que convivían resultaban ser lo más importante, aunque en realidad fueran pura fachada y disimulo. Alberto y Adela eran prisioneros de sus propias reglas y de sus monstruosas almas. Un hijo gay, promiscuo e irredento, no casaba en modo alguno con ese mundo del que participaban. Lo verdaderamente curioso era que, en ese momento, en el que las deudas pendientes y las miserias debieran dejarse a un lado, tampoco podían llorar a ese hijo que apenas significó para ellos algo en vida. La ausencia de sincera tristeza o sereno desconsuelo clamaba al cielo. Así pues, para ellos dos, todo estaba bien y la vida fluía renovada por los cauces adecuados. Cada uno de ellos veía de algún modo resueltos muchos de sus prejuicios y solventados determinados quebraderos de cabeza. 

Para Fabián, el amante fiel y resentido, aquella vida truncada significaba también un cierto desahogo, una verdadera liberación que le otorgaba ese momento solemne. Un perder de vista de una sola tacada a esos dos viejos asquerosos y a su inmoral vástago, por el que tanto había amado y tan dolorosamente había sufrido. Demasiadas reuniones familiares en las que hirientes reproches verbales fueron padecidos; y ahora, de repente, aquella iba a resultar ser la única reunión a la que realmente había asistido con una cierta paz y tranquilidad. 

Para el hermano mayor del muerto, Alex, la sola visión del macizo y excitante cuerpo que tenía enfrente logró que el trastorno del viaje realizado, no lo fuera tanto. La entrepierna seguía palpitándole aún y ya nada que ocurriese a partir de ese instante iba a poder calmar la fiebre que sentía. 

«La golfa y la empresa para mí. Ya puedo comenzar a respirar y a disfrutar de la vida» -sonreía al pensarlo. 

En el sentir de las dos hermanas, Daniela y Marcela, esta reunión familiar había provocado en cada una de ellas emociones encontradas. Mientras que a la segunda, le había resultado especialmente motivadora la certeza de que uno de sus graves problemas quedaba resuelto con esa muerte tan oportuna -habiendo podido disfrutar además de un orgasmo increíble, aunque éste hubiera sido a distancia- para la más callada, la más respetuosa, el encuentro compartido con tantos de aquellos que habían logrado hacer de su vida un verdadero infierno, acabó por grabar en su ánimo el convencimiento de que éste era el llamado punto de inflexión en su vida, aquel por el que tanto tiempo uno aguarda impaciente su llegada. 

Las odiosas y lascivas miradas que allí se habían cruzado, los desprecios con los que fue regalado el muerto, habían disparado el detonante que haría que la fría venganza labrada en el más absoluto de los silencios, diese en ese mismo instante comienzo. 

«Que la gruesa rueda que va a moverla, jamás detenga el regular giro de sus muescas dentadas -su tan particular y esperado momento había llegado, aquí comenzaba todo. Daniela apretó los puños hasta clavarse en las palmas de las manos sus bien cuidadas uñas-. Pongámonos en marcha». 

Y en ese mismo instante, se concretó en su rostro la única sonrisa que vistió a Daniela en esa plomiza mañana de funerales y tristeza. Fue en realidad, una cínica y decidida mueca que no auguraba nada bueno para el resto de los presentes.