lunes, 1 de mayo de 2017

EL ÚLTIMO HOGAR QUE NOS QUEDA



"¿Por qué los sueños, los nuevos mundos y las quimeras están siempre en dirección oeste?"                                                                                LA CAJA CHINA   Jesús Maeso de la Torre



Fragmento de mi libro,
EL ÚLTIMO HOGAR QUE NOS QUEDA

“Como la gota de vino rojo que resbala solitaria por la copa de fino cristal, cuando separamos los labios después de beber un leve sorbo.
        De la misma manera que el agua de mar humedece mi cara, sin llegar a penetrarme el rostro y regresando intacta y sin dilación al cauce marino.
        Como aquella vez que  observé a aquel gorrión caer a plomo de un árbol enorme, malherido y agonizante.  Situado ante él,  me apresté a darle auxilio y calor, pero una vez lo hube atendido y curado, sin ninguna obligación ni deuda por su parte, tuve que dejarlo partir volando de mi mano,  para continuar inalterable su camino.
       Como el autobús que vemos arrancar de su parada  siguiendo la misma dirección que perseguíamos. Tras nuestra agobiante carrera y en un intento desesperado por alcanzarlo, comprobar que no hemos podido más allá que llegar a golpear la puerta de acceso y que ante el atormentado gesto de nuestro rostro, bañado en sudor y desesperación, el conductor, con la mirada neutra de aquel que  sólo cumple con su deber, se haya limitado simplemente a encogerse de hombros, sin ninguna intención de abrirla, dejándonos invariablemente en tierra.
         Al igual que cuando capturas una mosca y la aprietas fuerte en el interior de tu mano, intentando que no se escape por ninguna de las posibles rendijas. Fatuo intento, señores. Sin que se advierta, uno siempre se habrá relajado previamente más de la cuenta o bien, ella ya habrá encontrado en el severo cierre del puño,  un hueco lo suficiente ancho  para poder pasar a través suyo y elevar el vuelo y batir enérgica las alas a favor de viento.
         Como el polvo que desprende una espiga de trigo y se filtra por entre los dedos cuando pasamos la mano por ella, cayendo al suelo sin que de ningún modo puedas evitarlo.
        Es ese momento sublime en el que observé el arco iris por un breve instante y al intentar echarle mano, desapareció de inmediato ante mis ojos, sin solución de continuidad.
        Como aquel soberbio y frondoso helado que lleva el niño fuertemente asido  y maniatado, otorgándole el calor y candor de su lengua sin interrupción, saboreándolo despacio, muy despacio, con los ojos completamente bizcos. Sin mediar aviso, en la tranquilidad del paseo, se produce un empujón de alguien que quiere abrirse camino inmisericorde y golpea al niño y al helado al mismo tiempo, enviándoles a ambos irremisiblemente al suelo. El niño tardará algo en recuperarse del golpe, el helado no tiene remedio.
         Parecido a aquel roce de piel, que cuando quieres recordarlo en la soledad e intimidad de tu cuarto, ya no eres capaz de repetir la textura de su tacto, ni su calidez, de tan de repente como desaparece, aquella mística corpórea que no has podido retener en tu memoria, por mucho que lo hayas intentado.
       En las noches mágicas de Santa Claus o en las de los Reyes Magos, que igual da, aquellas que te mantienen ilusionado durante todo el año y luego, se han convertido al despuntar del todo  la mañana, en noches de “carbón amargo” y  juguetes sin sentido y carentes de sentimiento.
        De la misma forma en la que se pierden los sueños y los amores que los acompañan.
       Así es todo esto y la vida que nos toca vivir, siempre entre la esperanza y el deseo, enfrentadas entre sí por los siglos de los siglos, la egoísta sensación de tenencia y la de la pérdida irremisible.
        Apretar con el puño la alegría y encontrarte que se te ha hecho pedazos en un suspiro. Tocar el cielo con las manos y precipitarte a continuación al vacío  por uno de los laterales de la escalera.
        Temer siempre por algo, y ver cómo siempre al final, lo virtual se convierte en cierto y lo cierto  se transforma en irremisible.
       Beber en fin, suave miel que dulcifica la boca, para caerte finalmente en el estómago, como auténtica hiel amarga.
        Todo ello en un  minuto, en un soplo de tiempo.
        Entiendo por qué, el amanecer o el atardecer duran tan poco, y la angustia y el temor subsisten por tanto tiempo. En definitiva, me doy cuenta de lo corto y fugaz que resulta, en el cómputo global del espacio, el acontecer de un solitario minuto. También, por otra parte, he podido comrpobar lamentablemente, de manera paralela, la magnitud de las consecuencias que este pequeño lapso de tiempo puede acarrearte para siempre”.

                                                                                           copyright©faustino cuadrado