(Un inquietante relato en 3 actos)
EL TRAZO FINAL
“No
hay miedo más grande que el que se siente
cuando no se siente nada”
A
la primera persona (ALEJANDRO SANZ)
"SEGUNDO ACTO" ...
... Me
viene a la cabeza un fugaz pensamiento de libertad y me digo que no
es momento de asomarme a la ventana y aspirar a ella. Hay que esperar
un poco más. No debo correr ningún riesgo cuando vaya a intentarlo.
Sé muy bien que es imposible retirar ahora el sello hermético que
puse y también soy consciente, de que restan para estar seguro
algunos trazos que incorporar a la pared
―
Es tanta la impaciencia que me consume.
Nada
arreglo no obstante, si caigo presa de la ansiedad. Debo dejar de
pensar en ello de manera inmediata.
―Un
día más, un día menos―es
el mantra en el que me zambullo cuando la debilidad y la duda me
visitan.
Pero con cada nuevo
amanecer en la casa me resulta mucho más difícil lograrlo. Descubro
con horror cómo menguan las fuerzas y se diluyen implacables.
Sé que esa
sensación es similar a la odisea que padece el ciclista que sube la
montaña a lomos de su bicicleta. En las últimas rampas del
escarpado ascenso, detecta cómo le acomete el cansancio y el ácido
láctico a su cuerpo. Nota que algo le impide regular la respiración
y mover las piernas. Ya no podrá disfrutar de la llegada al alto. La
vista del ciclista se nubla entonces y procede de inmediato a la
renuncia al esfuerzo. La cumbre parece alejarse de él con cada
pedalada.
Así pues, no le
queda otro remedio que echar pie a tierra, rindiéndose ante la
evidencia y la imposibilidad de sobrevivir a la interminable subida.
Mi piruvato, a
diferencia del que posee el deportista, se halla controlado y en las
dosis adecuadas. Pero yo no necesito realizar ese tipo de esfuerzo
para tener la misma sensación que él; en lo referente a mi ánimo y
a mis esperanzas las veo desfallecer con cada minuto transcurrido,
evaporarse de la misma manera como lo hacen las energías del
ciclista.
Mi cabeza es un
torbellino de emociones. Puedo pasarme las horas muertas recordando
los buenos tiempos, las risas y el desenfado con el que afrontaba
antiguas etapas de mi vida. También, los retazos de mi pasado que
deseo olvidar. Asumo entonces: “lo comido por lo servido, nada que
ganar.”
Y al pasar de una
evocación a otra, Max arruga su hocico y mueve con pesadez su
poderosa osamenta. Detecto en ese movimiento algo maligno, infernal
diría yo. Logra meterme el miedo en el cuerpo.
Me
pregunto por mi mujer y mi hija. Intento adivinar si ellas están
pensando en mi en este preciso instante o si por el contrario,
ninguna de las dos puede pensar ya en nada. Porque cuando uno se
encuentra físicamente muerto, no puede fijar su mente en ningún
recuerdo, ni recuperar imagen alguna. Si se está muerto no se está
ya capacitado para sentir absolutamente nada
―Qué
obviedad parece esta reflexión que me acomete.
No puedo asegurar
nada al respecto. Tampoco puedo obtener respuesta de alguien que me
pueda sacar de dudas. Mi mujer, mi hija. Hace tanto tiempo ya de ese
último contacto...
De las cinco
habitaciones de la casa solo puedo permitirme el acceso a cuatro de
ellas. La quinta ha quedado inutilizada por el impacto de una inmensa
roca que le cayó encima. Vivir en la ladera de una montaña y haber
padecido el demencial siniestro que se produjo, tiene eso. La capa de
polvo y el aire enrarecido y contaminado que entran por el hueco
perpetrado por la piedra, habrían consumido mi vida de haberlo
intentado. La cinta aislante resultó providencial.
Para borrar de mi
mente los malos augurios, decido levantarme de la butaca e ir a por
unos cubitos de hielo.
―El
whisky caliente acaba siempre por producirme náuseas y malos
“rollos”.
Cuando apoyo mis
manos en los brazos del sillón e intento levantar mi cuerpo, la luz
de la bombilla comienza a parpadear. Incrementa por un momento su
brillo y luego lo mitiga, sin saber al parecer a qué atenerse.
―Ahora
me apago, ahora me enciendo ―manifiesto
en voz alta―.
Parece juguetear conmigo y con mis nervios. La muy canalla.
Acaba
finalmente por asegurar la incandescencia del filamento y mantenerse
encendida, mas el detalle vivido me recuerda la extrema situación en
la que se halla el generador. Se le está agotando el combustible y
he vaciado la última garrafa de queroseno que restaba en el anterior
abastecimiento
―¿Qué
cantidad puede quedarle al depósito entonces? ¿Para una hora de
consumo? ¿Para media? ―me
acucia la respuesta que no puedo brindarme.
Max sigue
atentamente mis movimientos, con su cada vez más siniestra mirada. A
pesar de haberme levantado me convenzo de que ya no me apetece beber
más whisky. Por eso me dejo caer de nuevo en el sillón, apoyando la
cabeza en el respaldo.
―¿Cómo
hemos llegado a esta situación? Nunca he sabido la verdadera razón,
y lo peor de todo esto, es que no creo que vaya a conocerla nunca ―.
Me restan a estas alturas demasiadas incógnitas por resolver.
Un fuerte olor a
orina y excrementos inunda el aire. Me obligaré a reforzar la cinta
aislante que he aplicado a las juntas de la puerta del baño. La
única misión que persigue el revestimiento ―aunque
al parecer resulta imposible su logro―
es impedir que se muestren las rendijas por las que se cuelan las
inevitables pestilencias.
El cuarto de baño
―que antaño cumplía
una función higiénica y sanitaria como cualquier otro―
ha perdido por completo su cometido. No hay agua corriente. Tampoco
puedo abrir la ventana al exterior. A estas alturas, da lo mismo que
haya taza o desagües entre sus cuatro paredes. El agua hace tiempo
que dejó de fluir por los grifos y los detritos y las heces lo
desbordan todo.
Max y yo
compartíamos soledad y podredumbre, una existencia miserable. Aunque
todo apunta a que lo habremos de soportar ya por poco tiempo...
fin del segundo acto
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