Un relato intimista incluido en mi libro
VOCES DE INTERIOR Y LO QUE LA PIEL RESPIRA
“Nunca
me fío de la risa, pero tampoco del llanto. Son dos verdades a medias y a
menudo ocultan lo que en realidad esconden”
El
frío azote del viento marino cruza mi rostro. Retiro mi cabeza y echo el seguro
al ojo de buey de mi camarote.
Las
arrugas que la vida ha dejado impresas en mi cara facilitan que el aire circule
sin trabas entre sus profundos surcos. Pero este aire de viciado aliento no
provoca en mí escalofrío alguno. He sufrido cada uno de los temblores de la
vida y nada logra sorprenderme ya, ni siquiera me eleva la frecuencia del pulso.
Es
tan duro el curtido de la piel que me viste, que a veces siento que estoy casi
tan muerto como lo está ella. Por eso he decidido emprender este postrer viaje,
superadas innumerables y dolorosos escollos que han marcado mi devenir, para
encontrar a solas la respuesta a muchas de mis preguntas. Aunque quizá, en
realidad, deba contestarme a una sola de ellas, a la más importante.
“¿Si
encuentro la fuerza y la decisión que busco, seré capaz de llevarlo a cabo?”.
Pero
en el inevitable erial en el que se ha convertido el interior de mi cabeza, no diviso
el objetivo que persigo con esta huida hacia adelante. No alcanzo a vislumbrar
el lugar al que me conducirán estos pasos que he comenzado a dar. Y mientras no
lo averigüe, la pregunta seguirá sin respuesta.
Desconozco
la motivación que ha hecho de este viaje, mi única obsesión. Sin embargo, no es
menos cierto, que ahora estoy mucho más asustado que cuando decidí emprenderlo.
Algo terrible, aunque liberador, se esconde detrás de ese temor, más, aún, no
soy capaz de descifrarlo.
Mi
cabeza sigue dándole vueltas a todo. Es incapaz de encontrar el descanso que
encuentran el resto de las personas. Se extravía en la mayoría de las cosas que
busca, y eso hace que asome a mis ojos la duda, ese interrogante de no saber
muy bien hasta qué final va a conducirme todo esto.
Ni
mi otrora fuerza interior, ni aquellas otras cosas que en tiempos pretéritos
ocupaban mi mente, logran centrar ahora mis pensamientos. Noto, cómo se me
dispersan, cómo se desdibujan en los renglones escritos del cuaderno de la
memoria. Se difuminan ante mis ojos las figuras y los colores que pierden toda
su viveza. La pena, la tristeza y la displicencia, me embargan sin poderlo
evitar.
Pocas
cosas tienen en estos momentos para mí, el mismo sentido que tuvo en sus
orígenes.
Observo
desde la atalaya de mis ojos físicos el violento y terrible oleaje del mar
embravecido, con la blanca espuma de las ondas que crepitan y estallan contra
la vapuleada quilla del barco. Es el
temido borbollón por el que ya de niño, tanto terror sentía. Ahora veo que se
me viene encima en forma de avalancha.
“Qué
sensación tan familiar la que siento ahora en mi cabeza -alcanzo a interpretar-.
Con qué fuerza rompe el agua en mi mente agotada, y cuánta confusión crea en mi
alma”.
Esa
visión del mar embravecido, es la que obliga a mi corazón a rememorar la
virulencia de las olas de la vida, cuando parte de ellas me han golpeado antes
a conciencia y con la misma intensidad que ahora constato. Olas que han ido
descascarillando la endeble armadura de mi ánimo, haciendo necesarias nuevas
capas de pintura con las que consolidar el material interior. Al cabo de tantas
manos aplicadas, esas pieles inventadas, se han superpuesto unas a las otras, obligándome
a soportar la mayor de las cargas.
Pongo
rumbo al oeste de mi vida, lo mismo que el barco que me transporta. Navegamos
hacia aquel lugar en el que los únicos a los que considero auténticos poetas,
afirman que la diosa del mar destruye al sol entre dolores y gemidos
desesperanzados.
Quizá,
es una particular elección considerada como cobardía en alguien que, al
observar acercarse su final, se deja llevar entregado. Es posible que, se deba
a un intento baldío por enmendar el camino recorrido, por evitarme un
sufrimiento más entre tantos otros como hube padecidos.
Pero
debo intentar centrarme ahora, aunque eso es algo que últimamente me supone un
gran esfuerzo.
“No
es posible deshacer las puntadas dadas en el traje de la vida” -me dijo alguien
cuando yo era pequeño-.
En
la pueril inocencia de mi recién estrenada senectud. En mi necedad más absoluta
por intentar posibilitar lo imposible, no se me permite mantener lo bueno ocurrido
en estos años, y, sin embargo, puedo recordar a la perfección tantas cosas de
mi niñez y mi adolescencia. Como si estuvieran ocurriendo ahora frente a mis
ojos.
A
nada me conducirá presentar pataleo, renegar de aquello otro que no me ha
generado alegría.
Sé
que no debo esperar nada ya de este mundo de imágenes y sensaciones. Que me
entregue me traerá mejor cuenta, pues es demasiado corto el futuro que me resta
como para preocuparme por ello. Lo positivo de todo esto, es que ya poco más
podrá quitarme de lo que ya me ha robado.
Quizá
pueda comprender la razón del porqué se nos obliga a seguir respirando, participando
de un juego que nos dejó de motivar mucho tiempo atrás.
“Estoy
triste y desolado, terriblemente cansado. Mi mente, particularmente abatida en
la desesperanza”.
Noto,
cómo se desliza una lágrima por mi rostro. Siento en mis huesos los estragos
del duro camino recorrido y la oscura bruma que me acecha.
La
mente, esa extraña parte de mí que cada vez controlo menos. La laxa conciencia
a la que se le escapan los colores que visten la vida, que se enreda en mi
interior cada vez con mayor asiduidad, que no diferencia los matices verdaderos
e importantes, de otros que ya no lo son.
Ese
órgano etéreo e insustancial que todo lo domina, que todo lo ningunea cuando se
halla al mando, ya no es capaz de dar las órdenes adecuadas.
Ha
perdido el control supremo y anda dando tumbos de aquí para allá, adulterando
la vida que me maneja, manteniéndome al pairo de los vientos de la tormenta como
nave sin gobierno.
Mis
amados recuerdos comienzan a aparecer borrosos y difuminados, parecen no ser ya
míos. Tengo miedo por lo que supone, por lo que de soledad significará de aquí
en adelante. Siento un terror infinito por no encontrar el momento adecuado
para convencerme y asegurar: “¡Basta ya! Ha resultado ser suficiente”.
El
viento salado que flota a mi alrededor me permite una respiración más cómoda y
equilibrada. Esa inspiración que irradian mis pulmones de aire saturado y
libre, aleja por unos instantes las asperezas del momento, regalándome una
nitidez que no tardará mucho en alejarse.
Me
duele no haber tenido un poco más de seguridad en estos tiempos tan difíciles
como los que estoy viviendo.
Pero
el aire fresco que se cuela por mis fosas nasales no lo es todo, y el dolor por
haber llegado hasta aquí, en estas lamentables condiciones, termina por
finiquitar la leve esperanza creada por el salitre del mar en el aire que me
rodea.
Una
nueva confusión invade mi alma y lágrimas de impotencia la inundan. Veo
compungido, cómo el sol de poniente va acercándose a su cenit.
“¿Ha
de ser siempre así en mi interior, entonces?”
Las
pastillas que me han dado no sirven nada más que para disfrazar y relajar la
realidad que me envuelve. Actúan solo para ahuyentar de manera temporal a esos
horribles fantasmas que me envuelven y que se verán sustituidos de inmediato
por otros nuevos, por ánimas en pena de mi pasado llamadas a capítulo, y que
surgirán del espeso velo que me atrapa, con el único objetivo de aterrorizarme
convenientemente, para vestir y redecorar las paredes de mi alma de verdadera
angustia.
Nadie
puede saber lo que uno siente cuando las brumas de la razón comienzan a ocupar
ese espacio que antes solo lo habitaban, luces intensas y confortables.
Es
difícil de asumir el cambio que se produce, cuando las caras y rostros
conocidos dan paso al desvanecimiento de trazos ignotos y desvaídos, a los
grises pálidos, a deslavazados tonos en el rugoso lienzo de nuestra memoria.
Me
distraigo con los delfines que acompañan el firme avance de la nave. Observo
sus cabriolas fuera del agua y los siento seguros de sí mismos, confiados en la
ruta a seguir en cada momento, guiada por la información impresa en los genes
de tantas generaciones como surcaron eternas las aguas de la vida.
Disfruto
cuando se sumergen con esa elegancia que solo saben practicar ellos, con la
alegría que transmiten saberse acompañados en la soledad de las corrientes
marinas.
Quisiera
ser uno de ellos, tener su seguridad y su plena conciencia. Pero eso ya no me
resultará posible. La brevedad del tiempo que es la vida, ha superado el límite
marcado en mi cronómetro. Ahora toca iniciar una honrosa retirada.
Debe
existir una manera de solventar la angustia que me atenaza. Tiene que resultar
fácil hallar la paz tan ansiada y no perder la dignidad a última hora. Lograr
que el dolor se apague por una decisión personal que, aunque no a todos agrade,
aunque escandalice a los moralistas que tan alto vocean, pueda permitirme un
uso humano y personal de mi firmeza en la decisión, de mi postrera claridad de
ideas al respecto.
Esas
opiniones interesadas nada saben de mi angustia, de mi miedo. No conocen lo que
verdaderamente ocurre en el interior de mi alma atormentada, de mi mente
mancillada y maltratada por la vida, la cual nunca tuvo reparo en repartirme
sus desgracias.
Pero
creo firmemente en mi decisión, en mi anhelo de mantenerme sereno a pesar de
todo, también en sus consecuencias.
No
habrá nada ya que pueda impedírmelo. Se trata solo de una simple cuestión de
dignidad, de una humana voluntad por resolverlo.
Y
es que ese tiempo me gastó una mala pasada cuando decidió que mi cuerpo no
acompañaría por siempre a mi espíritu, que por mucho que el primero mantuviese
la elasticidad y el equilibrio necesario, con el paso de los años, este último
quedaría huérfano de esta cualidad tan necesaria, cojo del grato y seguro
sostén de la armonía.
Mi
espíritu, otrora indómito, supo entonces que habría de marchar en dirección
distinta a mi deseo, que pronto me abandonaría en la cuneta de una carretera
secundaria, donde cualquier indicación que contuviera y por fácil que esta
resultara, carecería del necesario sentido para mí.
Ahora,
después de tanta búsqueda infructuosa, creo haber encontrado la señalización
correcta a la cual atender. Desviarme en la bifurcación por la que deberé girar
junto con el vehículo de mi vida y acceder a la salida de la vía principal, que
durante tanto tiempo anduve persiguiendo.
Me
ayudarán en el abandono definitivo mis amigos los delfines. Me auxiliarán con
su empujón, los vientos y las mareas de levante. Lograré por fin, encontrar esa
paz y el descanso que tanto anhelo.
Todo
ello, deberá escribirse en el papel de mi vida antes de perder el último átomo
de nitidez, mucho antes de que se me nuble del todo la razón y se me haga de
noche en el interior del alma.
Deberé
moverme deprisa, no sea que la espesa niebla que tanto me oprime el pecho,
acabe por maniatar mis manos. Antes de que esa densa nube sin agua, con ese
olor rancio a descomposición, pueda secuestrar mi natural derecho a decidir y a
esa firme e inquebrantable voluntad que exhibo al respecto.
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