miércoles, 11 de noviembre de 2015

(Un inquietante relato en 3 actos)

EL TRAZO FINAL 

          “En la posibilidad del recuerdo es cuando comprobamos
            lo lúcida que es nuestra mente”.

                                                    FAUSTINO CUADRADO






"TERCER Y ÚLTIMO ACTO" ...


...El mejor recuerdo al que puedo remontarme con una cierta lucidez, data del día aquel en el que no fui a trabajar por un golpe de gripe con el que me acosté la noche anterior. En esa crucial velada, era tal el dolor que sentía en mis articulaciones que decidí no acudir a la oficina al día siguiente. Buscaba evitar males mayores para mí y para mis compañeros.
    Silvia y Marta, por el contrario, madrugaron como lo hacían cualquier otro día y juntas se marcharon en el coche familiar, dispuestas a afrontar sus particulares quehaceres, ignorantes del infausto destino que a todos nos aguardaba.
   Yo, desconocedor como ellas de tantos hechos como iban a ocurrir, no fui consciente de su postrera partida, ni de que nunca más volvería a disfrutar con su regreso.
    Cambio incómodo la postura en el sillón y Max, infiel a su costumbre, parece apiadarse de mi nostalgia. Cuando regresa de su micción, pasa cerca del sillón en el que me encuentro y frota insistente su hocico en mi mano, gruñendo al vacío, buscando quizás una caricia o ese contacto que nunca se habrá de producir. Yo me limito a visualizar al animal a través de la nebulosa que me embarga y dejo de pensar en él, rememoro de nuevo esos otros momentos de los que apenas recuerdo nada.
    La luz de la bombilla vuelve a ausentarse por un instante. Creo reconocer en ello el penúltimo aviso de su inevitable ocaso.
  Cuando al cabo del rato reaparece la luz con inusitada fuerza, yo aún no lo he hecho, permanezco de pie frente a la ventana de la habitación de mi hija Marta, observando la claridad mortecina que viene desde tan lejos y que llega hasta mí en oleadas.   Tengo que retirar mis ojos doloridos de la cercanía del cristal.
   Recuerdo que ese día fatídico, nada más levantarme, un fuerte destello se me vino encima y que al volver la cabeza para evitar el daño que la intensidad del brillo me producía, el cristal de la ventana me estalló en la espalda y en la nuca, lanzándome con violencia al suelo, entre astillas y trozos de ladrillo arrancados de la pared, de la manera como son arrancados los pétalos de una rosa por las manos de un niño.
   En un amasijo de vidrios y maderas, de yeso y metal, quedó transformada la habitación. Todo lo que había tenido un cierto orden apenas un par de segundos antes, desapareció como por arte de magia ante mi vista. Fue como si de repente me encontrase en otro lugar diferente al que realmente me hallaba, que me hubiese situado en el interior de una viñeta de un cómic de Marvel, participando de una de las violentas escenas que tan bien trasladan al papel.
   Me observo las manos y compruebo un temblor que antes no existía.
   Tanto tiempo llevo madurando y aceptando el hecho de que esa es la única opción inteligente, y ahora, llegado el momento de la verdad, comienzo a cuestionarme el acierto de esa decisión asumida.
   Llevo tantos días sin escuchar un solo ruido en la casa que el simple roce del viento tóxico en la ventana llega a sobresaltarme. Es seguro que ahí afuera nada se mueve, que no queda resto de vida alguna.
   La luz y la onda expansiva que la ayudó a viajar, habrían terminado seguramente con cualquier esqueje de vida animal o vegetal. Yo estaba en condiciones de jugarme todo mi dinero, si es que eso tuviera algún valor a esas alturas, a que detrás de todo aquel desastre se encontraba la mano del hombre, del siempre necio y maldito ser humano.
  ¿Por qué no salir al exterior y comprobar cuán ciertas resultarían ser mis sospechas? Mis temores eran más fuertes que mi curiosidad; mi soledad, más poderosa que mi imprudencia.
  Si Max entiende que la situación es la que es, y considera asimismo que habremos de permanecer quietos y expectantes ante lo incierto de nuestra situación, yo estoy dispuesto a asumirlo de la misma manera.
   ―¿Quién sabe, Max? es posible que ahí fuera todo esté perdido, y que aquí dentro, estemos aún relativamente seguros ―A Max le babea el belfo y mantiene la lengua afuera para refrigerar su cuerpo―. Pero has de entender que ya no nos queda comida ―continúo impasible―. El agua embotellada y la energía se agotarán en las próximas horas. Deberíamos intentar hacer algo, o al menos, pensar en hacerlo, aunque estoy tan cansado...
He debido quedarme traspuesto en el sillón. Cuando he abierto los ojos, la luz que debía emanar del filamento metálico de la bombilla, ya no lo hace. Me encuentro sumido en la más completa oscuridad y estoy del todo punto aterrado, tanto, que el corazón me palpita desbocado.
―Qué curiosa es la vida ―me digo―. Jamás me he parado a pensar en la soledad del hombre que vive solo, en la de aquel otro que a pesar de estar rodeado de amigos y de familia, lo está aún mucho más que el primero.
Mi mujer y mi hija ya no viven ni padecen conmigo. A pesar de todo el horror y el dolor que me debe suponer esa certeza, me hallo ahora por el contrario, sereno y tranquilo, entregado una vez más y por entero a la adversidad.
No hay nada ya que me motive, porque el ser humano entregó decididamente la cuchara, y hemos de ser sinceros y comprender que nuestro tiempo ya pasó, que ahora llega una etapa con distinto contenido y diferentes protagonistas ―¿No lo crees así, Max? ― le señalo.
A Max no puedo verle debido a la oscuridad reinante, pero sí que puedo escucharle a la perfección. Percibo su presencia a mi lado, rondándome. El sensible animal que antaño fuimos nosotros, retiene aún en su interior los instintos que un día disfrutamos.
Noto su hedor cada vez más cercano y el jadeo que precede siempre a un acto posterior de violencia. Una amenaza implícita que al final se convertirá en realidad, porque un animal, cuando está contra la pared por causas ajenas a él, termina regresando a sus orígenes. Y Max, ahora está en plena regresión.
Pensándolo detenidamente, quiero creer que ésta será la mejor de las soluciones. Los seres humanos, entre los que yo todavía me encuentro, hemos tenido el tiempo en nuestras manos y lo hemos dejado escapar por entre los dedos. Todo lo que hemos tocado, lo hemos destruido. Todo lo que amamos terminamos descuidándolo hasta que perece. Es nuestro sino.
Llega el momento idóneo de degustar una nueva melodía, de practicar unos delicados pasos de coreografía diferente a todo lo anterior.
Yo creo que Max conoce este detalle al igual que yo, y por eso me ayuda con esa indiferencia que le caracteriza a despojarme de mis zapatos de baile. Sin decirlo, sé que me está invitando a tumbarme en el suelo y a apoyar suavemente la cabeza en la madera. Me anima a relajarme y a descansar por fin el espíritu.
Siento como a través de un primer mordisco en el cuello, se me va la vida. Luego, se produce un segundo que debe resultar definitivo.





El trazo negro que coloqué en la pared esta mañana, se ha convertido en el que cerraba el cómputo, en el trazo final que verdaderamente tanto he perseguido.


                                                            
                                                fin del tercer y último acto
                                             COPYRIGHT@ faustino cuadrado


lunes, 9 de noviembre de 2015



(Un inquietante relato en 3 actos)

EL TRAZO FINAL 

            “No hay miedo más grande que el que se siente 
              cuando no se siente nada”


                         A la primera persona (ALEJANDRO SANZ)
                


                                 











"SEGUNDO ACTO" ...




... Me viene a la cabeza un fugaz pensamiento de libertad y me digo que no es momento de asomarme a la ventana y aspirar a ella. Hay que esperar un poco más. No debo correr ningún riesgo cuando vaya a intentarlo. Sé muy bien que es imposible retirar ahora el sello hermético que puse y también soy consciente, de que restan para estar seguro algunos trazos que incorporar a la pared
     ― Es tanta la impaciencia que me consume.
Nada arreglo no obstante, si caigo presa de la ansiedad. Debo dejar de pensar en ello de manera inmediata.
    ―Un día más, un día menos―es el mantra en el que me zambullo cuando la debilidad y la duda me visitan.
   Pero con cada nuevo amanecer en la casa me resulta mucho más difícil lograrlo. Descubro con horror cómo menguan las fuerzas y se diluyen implacables.
    Sé que esa sensación es similar a la odisea que padece el ciclista que sube la montaña a lomos de su bicicleta. En las últimas rampas del escarpado ascenso, detecta cómo le acomete el cansancio y el ácido láctico a su cuerpo. Nota que algo le impide regular la respiración y mover las piernas. Ya no podrá disfrutar de la llegada al alto. La vista del ciclista se nubla entonces y procede de inmediato a la renuncia al esfuerzo. La cumbre parece alejarse de él con cada pedalada.
     Así pues, no le queda otro remedio que echar pie a tierra, rindiéndose ante la evidencia y la imposibilidad de sobrevivir a la interminable subida.
   Mi piruvato, a diferencia del que posee el deportista, se halla controlado y en las dosis adecuadas. Pero yo no necesito realizar ese tipo de esfuerzo para tener la misma sensación que él; en lo referente a mi ánimo y a mis esperanzas las veo desfallecer con cada minuto transcurrido, evaporarse de la misma manera como lo hacen las energías del ciclista.
  Mi cabeza es un torbellino de emociones. Puedo pasarme las horas muertas recordando los buenos tiempos, las risas y el desenfado con el que afrontaba antiguas etapas de mi vida. También, los retazos de mi pasado que deseo olvidar. Asumo entonces: “lo comido por lo servido, nada que ganar.”
   Y al pasar de una evocación a otra, Max arruga su hocico y mueve con pesadez su poderosa osamenta. Detecto en ese movimiento algo maligno, infernal diría yo. Logra meterme el miedo en el cuerpo.
   Me pregunto por mi mujer y mi hija. Intento adivinar si ellas están pensando en mi en este preciso instante o si por el contrario, ninguna de las dos puede pensar ya en nada. Porque cuando uno se encuentra físicamente muerto, no puede fijar su mente en ningún recuerdo, ni recuperar imagen alguna. Si se está muerto no se está ya capacitado para sentir absolutamente nada
  ―Qué obviedad parece esta reflexión que me acomete.
  No puedo asegurar nada al respecto. Tampoco puedo obtener respuesta de alguien que me pueda sacar de dudas. Mi mujer, mi hija. Hace tanto tiempo ya de ese último contacto...
  De las cinco habitaciones de la casa solo puedo permitirme el acceso a cuatro de ellas. La quinta ha quedado inutilizada por el impacto de una inmensa roca que le cayó encima. Vivir en la ladera de una montaña y haber padecido el demencial siniestro que se produjo, tiene eso. La capa de polvo y el aire enrarecido y contaminado que entran por el hueco perpetrado por la piedra, habrían consumido mi vida de haberlo intentado. La cinta aislante resultó providencial.
    Para borrar de mi mente los malos augurios, decido levantarme de la butaca e ir a por unos cubitos de hielo.
   ―El whisky caliente acaba siempre por producirme náuseas y malos “rollos”.
   Cuando apoyo mis manos en los brazos del sillón e intento levantar mi cuerpo, la luz de la bombilla comienza a parpadear. Incrementa por un momento su brillo y luego lo mitiga, sin saber al parecer a qué atenerse.
  ―Ahora me apago, ahora me enciendo ―manifiesto en voz alta―. Parece juguetear conmigo y con mis nervios. La muy canalla.
   Acaba finalmente por asegurar la incandescencia del filamento y mantenerse encendida, mas el detalle vivido me recuerda la extrema situación en la que se halla el generador. Se le está agotando el combustible y he vaciado la última garrafa de queroseno que restaba en el anterior abastecimiento
 ―¿Qué cantidad puede quedarle al depósito entonces? ¿Para una hora de consumo? ¿Para media? ―me acucia la respuesta que no puedo brindarme.
   Max sigue atentamente mis movimientos, con su cada vez más siniestra mirada. A pesar de haberme levantado me convenzo de que ya no me apetece beber más whisky. Por eso me dejo caer de nuevo en el sillón, apoyando la cabeza en el respaldo.
    ―¿Cómo hemos llegado a esta situación? Nunca he sabido la verdadera razón, y lo peor de todo esto, es que no creo que vaya a conocerla nunca ―. Me restan a estas alturas demasiadas incógnitas por resolver.
    Un fuerte olor a orina y excrementos inunda el aire. Me obligaré a reforzar la cinta aislante que he aplicado a las juntas de la puerta del baño. La única misión que persigue el revestimiento ―aunque al parecer resulta imposible su logro― es impedir que se muestren las rendijas por las que se cuelan las inevitables pestilencias.
   El cuarto de baño ―que antaño cumplía una función higiénica y sanitaria como cualquier otro― ha perdido por completo su cometido. No hay agua corriente. Tampoco puedo abrir la ventana al exterior. A estas alturas, da lo mismo que haya taza o desagües entre sus cuatro paredes. El agua hace tiempo que dejó de fluir por los grifos y los detritos y las heces lo desbordan todo.

   Max y yo compartíamos soledad y podredumbre, una existencia miserable. Aunque todo apunta a que lo habremos de soportar ya por poco tiempo...

                                                                  fin del segundo acto

                                                   COPYRIGHT@ faustino cuadrado

domingo, 8 de noviembre de 2015



(Un inquietante relato en 3 actos)

EL TRAZO FINAL 


                 El que pone demasiado de su vida en su literatura, con


             frecuencia pone demasiado de su literatura en su vida”



                                                     
                                                                                                                                                                               JEAN ROSTAND













"PRIMER ACTO" ...





    Bajo la luna, se acabará el dolor que durante tanto tiempo me acompaña.
     Al observar con atención la pared que encuentro a mi izquierda, me invade la certeza de que he cometido algún tipo de equivocación en el cómputo total de rayas negras.
    Las líneas trazadas por mi mano van agrupadas de cinco en cinco. El último trazo lo hago aparecer cruzado sobre los cuatro restantes. Así, considerados todos en su conjunto, conforman un calendario que me informa del paso inexorable del tiempo.
   Ese contador final acabará por confirmarme otro tipo de sospecha: que esas marcas de tinta significan para mí en realidad el único hilo que mantiene sujeta mi mente a la cordura.
     Repaso de nuevo la contabilización. Me descubro haciéndolo una y otra vez en esta mañana de invierno y compruebo que no hay equivocación posible. El resultado es siempre el mismo y por mucho que me mese los cabellos por la desesperación, no voy a lograr que éste varíe.
      Me resulta inaudito que la cifra total sea tan elevada, que yo aún siga allí y sin ningún daño. Pero tienen que ser ciertos los datos. Me he ocupado en realizar con cada amanecer la correspondiente marca. Es una acción que realizo al despertar, con el único objetivo de generar el hábito necesario y que nunca se me olvide hacerlo. Bien es verdad, que primero lo hago y luego lo relego hasta el día siguiente.
    Recuperado de la conmoción que me supone reconocer la verdad, debo afrontar con entereza el transcurso de una nueva jornada. A estas tareas tan elementales queda reducida la liturgia de cada uno de mis días: anotar en el muro el trazo de tiempo y sobrevivirlo después, con la voluntad empeñada por entero en elevar el cómputo.
      El tiempo. Nunca le he considerado un bien escaso, algo a lo que prestarle un poco de atención. Prescindí, sin más, de tomarlo en consideración, y nunca le otorgué la mayor importancia. Ahora, sin embargo, en estos momentos tan difíciles por los que atravieso, descubro en él unas connotaciones que jamás le supuse; provoca en mí una reflexión obligada.
     Queda claro entonces que solo en estos instantes soy consciente de la imprudencia cometida por tanto derroche, por lo ridículo que resulta ahora en mi caso pensar en el futuro, en la mentira en la que vive, porque ¿quién asegura la realidad de la eternidad de las cosas? Por eso es tan importante saber hasta dónde podré llegar y si no me fallarán las fuerzas antes de conseguirlo.
   Concluyo con ello, que no hay margen para la equivocación, decido también que con cada nueva muesca en la pared, sumo un triunfo en mi haber al estar un poco más cerca de la salvación.
  Destierro al olvido las cifras y las operaciones aritméticas realizadas.
   El embobamiento que viste la cara de Max acapara en este momento mi atención. Ese rottweiler de pelaje negro, empeñado siempre en no querer hacerme compañía, ha bostezado.
     El huraño y sombrío animal se pasa las horas muertas tumbado en el que siempre fue su rincón favorito. Su cuerpo de titán ocupa demasiado espacio, tanto, que a veces tropiezo con él sin poderlo evitar. En esos instantes siento cómo me clava las pupilas en la nuca y levanta el belfo. A Max no le he considerado nunca el mejor amigo del hombre.
   ―Eh, Max ¿Crees que algún día podremos llegar tú y yo a ser amigos?
    Max no hace nada que pueda interpretar como una respuesta a mi pregunta. Eso sí, fija en mí esa mirada que cada día me incomoda más.
    El rincón más alejado del salón. Es allí dónde suele malgastar su existencia. Únicamente abandona ese refugio cuando tiene que evacuar o le entra hambre. Cuando esto último ocurre hace tiempo que no le alimento con un régimen regular de comidas― levanta la cabeza y ladra, una sola vez, de manera grave, decididamente aterradora. Luego me mira, con esa fijeza animal que no permite adivinar nunca lo que pueda estar sintiendo, esperando impaciente que vacíe en el bol la bolsa de comida empaquetada. Ese recipiente arañado fue en su día un regalo de mi hija Marta. Hará de ello al menos diez primaveras.
    ―Dios mío, ¿tanto ha pasado ya?―El tiempo, otra vez el maldito tiempo. Pensar que, al encontrarlo abandonado cuando era un cachorro en la carretera de circunvalación de Madrid, me interesaban tantas cosas en esa etapa de mi vida y acaparaban mi atención tantos otros asuntos. Y ahora, sin embargo, me avergüenza pensar que es para mí importante recordar cuándo le regaló mi hija el comedero al perro y no otras cosas que sin duda serían de mucho más calado en estas circunstancias.
     Bebo un sorbo del vaso que tengo en la mano. Nada más sentir el líquido en mis labios siento un profundo asco y lo escupo al suelo. El whisky está aguachinado y demasiado tibio para mi gusto.
     Comparando ambos detalles, llego a la conclusión de que ya no tengo interés por el perro y sí por la temperatura de mi whisky. El hielo se ha diluido en el transcurso de la última hora y no he reparado en ello. Ya fuera por el calor de mi mano, ya fuera por mi propia dejadez, el caso es que he estropeado el whisky y tal contingencia me ha puesto de mala leche.
    Pero como ocurre cuando la espera ha podido ya con uno, cuando las cosas ante tu vista van perdiendo su trascendencia, acabo por decidir que ahora eso, poco o nada importa...

                                                                         fin del primer acto

                                                   COPYRIGHT@ faustino cuadrado