viernes, 30 de abril de 2021
sábado, 13 de febrero de 2021
libro JAZMINES DESDE MANILA
CAPÍTULO - 1
Salamanca, febrero de 1870
Los dos hombres se mantenían inmóviles, con la mirada fija en el horizonte sin llegar a ver. Espalda contra espalda. Cubiertos sus torsos con la sola protección de una camisa que, a pesar del relente de la mañana, comenzaba a empaparse del sudor provocado por el miedo, por el nerviosismo de la tensión del momento. Cada uno de ellos con la pistola reglamentaria en la mano, convenientemente cargada y auditada por los padrinos designados por cada parte en litigio.
En la gélida mañana con
la que se vestía ese día de invierno, habían sido convocados en ese lugar a las
afueras de la ciudad una docena de ilustres ciudadanos de Salamanca. A espaldas
de la justicia. Temerosos de que pudieran descubrirlos. Con la obligatoriedad
del pacto de silencio y de la privacidad más estricta. Expectantes y excitados
por comprobar el resultado final de la pugna.
A pesar de la expresa
prohibición que las leyes hacían de ese tipo de desafíos, ninguno de los
presentes había renunciado a comparecer en esa intempestiva mañana de febrero.
El honor de ambos caballeros lo requería —aunque fueran diferentes las razones
que forzaban a cada uno a hacerlo— y se sabía que ninguno de ellos renunciaría
a ese fatal encuentro que tanto les obligaba. Pese a que pudiera irles la vida
en ello.
Los padrinos —dos por
cada duelista—, así como los testigos obligados a estar presentes durante el
desafío —también en número de dos, designados por cada una de las partes— se
habían encontrado en ese claro del bosque a la hora señalada. Los primeros no
tardaron mucho en acordar las pautas para el correcto desarrollo del encuentro,
derivadas de las reglas no escritas, aunque aceptadas, del «Código del Honor»
entre caballeros que llevaba en vigor desde hacía siglos.
La gravedad de la ofensa causada
por uno de los duelistas hacía imposible cualquier reconciliación o renuncia al
pleito. Así lo habían entendido los padrinos del ultrajado, que habían desistido
por expreso deseo de éste a lograr del ofensor cualquier otra reparación que no
fuera el derramamiento de sangre. El ofendido se había negado de manera rotunda
a negociar nada con el ofensor.
Los padrinos acordaron
que el duelo fuera á outrance, lo
cual equivalía, en el lenguaje propio de los desafíos, a un encuentro a muerte
bajo la modalidad de «a pie firme», siendo la distancia de los disparos entre
duelistas la de treinta pasos. También se decidió el terreno en el que se
lidiaría con la muerte. Medido con exactitud el emplazamiento de los puestos
que ocuparía cada litigante y otorgada por sorteo la ubicación de cada uno de
ellos.
Al ser la distancia
elegida inferior a la máxima regulada para este tipo de desafíos —treinta y
cinco pasos—la suerte sería la encargada de decidir cuál de los dos realizaría
el primer disparo. Ésta resolvió que el ofensor fuera el elegido para
formalizar el primer disparo.
A las nueve en punto se
hallaba todo dispuesto. Para velar por el cumplimiento de lo pactado se había
sometido el duelo al enjuiciamiento de tres árbitros garantes de su buen desarrollo.
Como parte fundamental de su cometido vigilarían la limpieza y la imparcialidad
del lance.
Apostados al lado de
éstos y sujetando en la mano su maletín sanitario, aguardaba acontecimientos el
médico encargado de certificar la muerte de alguno de los contendientes —o la de
los dos, según se diera el caso—. El galeno mantenía dibujadas en su semblante la
gravedad y la circunspección que merecía la ocasión.
Solo quedaba aguantar la
respiración. Confiar cada uno de los duelistas en la suerte y en la puntería de
la que deberían hacer gala para quitar la vida del contrincante y salvar la
suya.
—Comiencen a caminar a mi
orden —el árbitro principal rompió el silencio que se había apoderado de la
mañana—. Uno, dos…
Los duelistas separaron
el contacto de sus humedecidas espaldas y comenzaron a caminar en dirección al
punto señalado previamente. Cada uno de ellos, sujetando la pistola y
contrayendo al tiempo la mandíbula, que se tensaba y se relajaba con cada paso
dado. La incertidumbre del momento los envolvía.
—… treinta. Deténganse...
Dense la vuelta... Pónganse el uno frente al otro y aguarden mis instrucciones.
Les recuerdo que queda terminantemente prohibido presentar el costado o no
mostrarse erguido ante el contrario.
Los dos hombres giraron
su cuerpo y obedecieron las instrucciones del árbitro. Con la cabeza erguida
encararon la presencia de su contrincante y también la de su destino.
El director del combate
tomó de nuevo las riendas. La primera palmada que dio fue la que provocó la
prevención de los adversarios y su puesta en guardia. La segunda, la orden para
que el ofensor apuntara a su rival con la pistola. La tercera, la que le daba
vía libre para que disparara cuando dispusiera.
La bala salió del arma
con un ensordecedor estruendo que resonó en el interior del bosque y vomitó un
importante reguero de humo blanco a su alrededor, que tardó un tiempo en
disiparse.
Todos miraron en
dirección al ofendido que, después de transcurridos unos inciertos segundos,
continuaba de pie y sin mover un solo músculo. El ofensor había fallado su
tiro, pero la bala había rozado su sien, haciendo que comenzara a sangrar
levemente. Para su suerte, no había encontrado carne en la que penetrar.
Tocaba ahora el turno de
disparo del ofendido, que miraba hacia el nutrido grupo de asistentes
aguardando, con aparente calma, las instrucciones del árbitro.
—Atención a mis órdenes…
Se escuchó de nuevo una
primera palmada para la prevención. La segunda y la tercera se produjeron sin
apenas intervalo de tiempo. Cuando el dedo índice apretó con suavidad el
gatillo, el hombre que portaba el arma supo que no fallaría.
Desde la distancia de
aquellos fatídicos «treinta pasos» vio derrumbarse a su contrincante como un
pesado fardo. La mancha roja que nació en el pecho del ofensor comenzó a
extenderse por su camisa, empapándola de sangre. Había recibido el balazo en el
centro de su corazón, partiéndoselo, privándole al instante de cualquier dolor
y también, de la vida.
El médico, autorizado por
el árbitro, se acercó con presteza hasta donde se encontraba el cuerpo del
hombre abatido. Comprobó que no existía pulso y que el aliento no surgía de su
boca. Miró a los ojos del árbitro y negó con la cabeza. Era la manera con la
que certificaba su muerte.
El ofendido, mientras ocurría
todo aquello, dejaba caer su pistola y se arrodillaba en el gélido suelo. No se
sentía bien. A pesar de haber lavado la terrible afrenta que lo había llevado
hasta allí, era consciente de que la muerte del hombre no repondría las cosas
en su sitio ni le libraría del eterno cargo de conciencia que suponía arrebatar
la vida a un ser humano. Aunque esta acción violenta hubiera sido llevada a
cabo por una necesidad de justicia y desagravio.
Ahora, su hija, podría
descansar en paz en la soledad de su tumba. También su nieto fallido en el
vientre de ésta, que se convertiría en un bello recuerdo de aquello que
finalmente no pudo ser.