SINOPSIS-
Los
pecados no tienen que ver realmente con una cuestión religiosa. El término es
mucho más amplio en su acepción. Su verdadero contenido está compuesto de
emociones inconfesables y de decisiones personales equivocadas.
Una
familia puede ser el núcleo más adecuado para dotar de felicidad al individuo.
Pero también puede ocurrir que el seno de la familia, sea la constatación de la
existencia del infierno en la tierra y de la más terrible de las pesadillas.
La
familia Fonseca es el paradigma de esto último. La vida personal de cada uno de
sus miembros ha resultado ser una lucha descarnada por salir adelante. Ninguno
de ellos dará un paso atrás cuando tiene que cometer sus pecados, pero cuando
sus vidas se unen bajo el techo común de la casa, éstas vidas se van al traste.
La
lucha de odios, de egos, de intereses y de maldades, da comienzo. Los pecados
comunes se mezclan con los individuales.
Lo peor que anida en el interior del
ser humano se da cita allí, en esa familia, y estalla todo en mil pedazos entre
las cuatro paredes del hogar de los Fonseca.
Ya está comercializándose mi libro en AMAZON -formatos, Kindle y Papel- y parece ser que está siendo bien acogido, tanto en los comentarios que me hacéis llegar, como en el volumen de ventas que se está realizando. Estamos iniciando la andadura y estoy muy contento con el resultado que se está dando hasta ahora.
Para quien no haya tenido aún acceso a la trama de la novela y desee conocer algo de los personajes protagonistas y parte de las motivaciones que los llevan a violentar todas las leyes éticas y morales, os dejo transcrito el PRIMER CAPÍTULO del libro, como regalo a todos aquellos lectores que puedan estar interesados en él.
Confío que sea de vuestro agrado y os enganche la historia desde el primer párrafo.
CAPÍTULO - 1
La
tarde se estaba consumiendo a pasos agigantados. Los pájaros que sobrevolaban
el camposanto dirigían sus vertiginosos vuelos hacia lo más intrincado y
recóndito del follaje. Planeaban bellos sobre los cipreses jalonados en las
márgenes de la calle principal que atravesaba de norte a sur el cementerio.
Estos gigantes de brazos caídos aseguraban un refugio seguro. Entre sus ramas disfrutaban
de su descanso, parapetados en el interior de los nidos hechos de barro y de
brotes secos, en el esmerado cuidado de sus impacientes polladas.
El
intenso frío del invierno y el viento racheado que azotaba los rostros lo
invadía todo. La única compañía que daba algo de calidez a los muertos allí
presentes, eran aquellas personas, que a pie de tumba y con vínculos familiares
entre sí, compartían el escueto espacio alrededor de la fosa. También, todas
las miserias habidas en su mundo. El silencio de sus labios -que no de sus mentes- circundaba la estrecha boca
de la sepultura aún vacía de contenido. Aquel era un heterodoxo y desarraigado
grupo. Cualquier observador que detuviera la mirada en sus rostros, hallaría
impresa en todos ellos la mayor de las displicencias, el más profundo de los
rencores. Se palpaba en el ambiente la fuerte animosidad de los unos para con
los otros. Cada asistente al sepelio se sumía en sus propios y oscuros
pensamientos. Más, en algo, todos coincidían. Estaban impacientes porque el
sacerdote que oficiaba el acto diera por finalizada la ceremonia. Unos, por
unas razones; otros, con intenciones muy distintas.
El
ministro de Dios formalizaba de manera profesional el oficio. Sus ropajes de
color blanco y púrpura flotaban en el aire en vuelo anárquico, al ritmo que le
marcaban las rachas de viento embravecido que circundaba a su alrededor. Pero
habría que añadir algo más. Al miembro de la iglesia que tan estoico se
mostraba, le resultaba inquietante y molesto percibir esas aviesas miradas
cargadas de odio que se cruzaban aquellos individuos que le flanqueaban.
«Ni
en la paz eterna de un camposanto la gente se aviene a olvidar sus particulares
rencillas» -pensaba el sacerdote.
Ojos
cargados de mil historias que viajaban desde el ataúd de madera de haya y
remaches dorados, al rostro de aquel que se encontraba enfrente, o al del que
se hallaba a su lado, apretando las mandíbulas o mascullando pensamientos en
forma de reproche y odio. Esas miradas que atravesaban el corto espacio viajaban
incendiadas con mensajes de rencor y desconfianza. Sin duda, a causa de
numerosas cuentas pendientes por saldar. Por cuestiones inconfesables en
público, dejando claro lo que se pretendía con ellas. Ira y desconfianza.
Pasiones oscuras cuando uno las siente por otro. Nadie despegaba los labios.
Ningún sonido que no fuera el rumor del viento que iba incrementando su
crudeza, como preludio de tormenta que fuera a desatarse en cualquier momento.
El brillo metálico de los iris de los ojos, la comunicación gestual de cada uno
de los asistentes lo proclamaban todo.
Los
dos operarios del camposanto que habrían de deslizar el féretro hacia el
interior de la tumba, aguardaban transidos de frío a que finalizase el acto
religioso. Sus manos encallecidas por tanta maroma rugosa como se había
deslizado por ellas a lo largo de su vida, habían endurecido la epidermis que
asomaba desnuda al mundo. Ahora, esas manos se movían inquietas en el interior
de los bolsillos, aguardando entrar en acción y dar cuenta del cadáver que
esperaba su turno en el interior del féretro. Tenían de ganas de acabar pronto
para regresar a sus casas. El día, tal cual había amanecido, resultaba de todo
punto desagradable.
La
más joven de las mujeres, integrada en aquel desleal grupo familiar, mostraba
en su crispado rostro más nervios y desconfianza que el resto de los
individuos. Así lo atestiguaban sus gestos y el rictus de su cara. Poseía unos
rasgos hermosos, de los que muy de vez en cuando regala la naturaleza y que
tanto agrada al amante de la belleza. A escondidas de los ojos del resto -en un movimiento que parecía
del todo punto involuntario y nervioso- la
mujer retorcía entre sus pequeñas y cuidadas manos, carentes de anillos, un
pañuelo de algodón bordado. Observaba los alrededores de la fosa con una cierta
cautela, demostrando un evidente disgusto por encontrarse allí, de pie, a
expensas de las miradas de todos y repleta de pensamientos oscuros y ánimo de
revancha.
Era
muy guapa, sí. Esbelta, sin curvas desbordantes. Melena larga de un castaño
oscuro elegante. De mediana estatura, llegando a rozar el metro setenta. En su
pálida tez, pequeñas arrugas dibujadas en la comisura de la boca que en nada le
afeaban, aunque hablaran de la existencia de una preocupación permanente. Tenía
la piel del rostro tersa y suave, como lo tendría una muñeca de porcelana. Un
atractivo rostro que daba refugio a un par de ojos grises, de esos que siempre
sorprenden y dejan sin habla al contemplarlos. En los pómulos, maquillaje algo
excesivo para su edad, magníficamente aplicado. En su cara, asomaba a ratos una
profunda sombra de tristeza.
«Al
fin y al cabo, has sido durante varios años mi cuñado y también mi amigo.
Fuiste siempre mi mayor y mejor apoyo, mi gran consuelo. Voy a echarte mucho de
menos. No imaginas cuánto» -se confesaba a sí misma.
Daniela
Marta Haufmann, portaba una de esas gafas de pasta de diseño que tan bien le
quedaban. Asumía con acierto ese aire de sensual inteligencia que le conferían
y que tanta protección frente a las miradas odiosas del resto le facilitaban
también.
«Esta verdad me acompañará siempre. Lamento
profundamente tu pérdida. Eras el único que lograba hacerme reír, que
siempre te mostrabas amable y atento conmigo -ese pensamiento agradecido, no le arrancó un solo gesto fuera de lugar-. Eras el único que me
ayudaba a sentirme parte integrante de la familia. Fuiste mi confidente, mi
paño de lágrimas a la hora de compartir tristezas y cómplice en los escasos
momentos de alegría que he tenido en estos años».
Su
cabello se hallaba prisionero del sombrero que sujetaba entre sus manos,
temerosa de que las ahora fuertes rachas de viento acabasen por arrancárselo y
arrinconarlo contra la pared del cementerio. Esa mirada fascinante que heredó
de su padre, carecía ahora del brillo que denota la felicidad. De sus orejas
pendían dos perlas auténticas engarzadas en oro blanco. Un exquisito trabajo de
joyería que resaltaba aún más la elegancia de su cuello. El aire de sus
pulmones ascendió de golpe y le hizo suspirar. Le invadió la breve sensación de
que muy poco tiempo atrás, se encontraba derrotada y a merced de todos.
«Eso es lo que alguno de ellos cree, que nos han
derrotado -sus pupilas emitieron un poderoso destello-. Les demostraré su error
-levantó el mentón en actitud desafiante-. Cuán equivocados se hallan al
respecto».
Siendo
una criatura sublime, se hallaba lejos de la voluptuosidad de los cuerpos
rotundos y de los cánones que los certifican. Sin embargo, ningún hombre podría
dejar de apreciar en ella a una mujer que merecía miles de miradas y
ciertamente la pena.
El
sujeto alto y robusto que se encontraba a su derecha era su marido, el hermano
mayor del finado. En los años de infeliz matrimonio que llevaban vividos había
llegado a conocerle en su versión más auténtica y odiosa. Ese detalle había
acabado por marcarla definitivamente.
«Es el más canalla de los hombres que he
conocido nunca» -susurró entre dientes. Y su semblante se oscureció tanto, como lo había
hecho el día en su amanecer.
Al
hombre, por el contrario, no le parecía inadecuada su actitud en el sepelio.
Pese a hallarse el cuerpo inánime de su hermano a tres palmos escasos de sus
narices, y el de su mujer, a tan solo unos centímetros, no intentó disimular su
marcado acervo de depredador sexual carente de escrúpulos. Todo su empeño era
paladear la lasciva figura de aquella otra mujer que tenía justo enfrente,
dejando que se desatara en el interior de su entrepierna todo el furor del que
era capaz de concentrar.
«¿Cuándo acabará esto? -pensaba, comprobando la
alta temperatura que iban adquiriendo sus partes íntimas, y mientras sacaba la
punta de la lengua y humedecía sus labios-. Quiero terminar pronto aquí. No
aguanto más observar esa maravilla tan cerca de mí y no poder echarle mano. Al
fin y al cabo, éste ya está muerto».
Alex
Fonseca era un hombre de estatura inferior a la que tuvo su hermano en vida, y
desde luego, eso nunca le pareció justo ni soportable. Tenía la nariz gruesa y
de anchos agujeros, heredados sin duda de la familia materna. Fuerte y
musculoso, con aquellas protuberancias en forma de bíceps de alguien que además
de forzar la máquina en el gimnasio cada día, la engrasa indebidamente con
anabolizantes y sustancias reafirmantes; ni legales ni ortodoxas. No existía
para él fetiche más excitante que el explosivo cuerpo de su cuñada, embutido
ese día tan especial, en un vestido ajustado y de falda escueta; una prenda que
provocaba en él un hervor inmediato de la sangre en las venas y un más que
merecido rechazo en los ojos del sacerdote, que había caído en la cuenta y se
sentía azorado por ello.
―Ahora, hijos míos, recemos juntos el Padre
Nuestro por el alma de nuestro querido hermano Marc, que Dios lo tenga en su
gloria -sugirió el sacerdote, entre tanta miseria de oscuros pensamientos-.
Padre nuestro...
El
cínico rictus que se dibujaba en la cara del hombre de nariz ancha causaba a
menudo rechazo y una primera impresión de manifiesta deslealtad. Sus ojos casi
negros -resultado de la importante cantidad
de melanina que retenían sus iris- lo auscultaban todo, lo violentaban todo en
su insidioso recorrido. Un negro pelo cuidadosamente engominado. La excelente
calidad del calzado que envolvían sus pies -Guccis
de setecientos euros el par-
corbata de seda, gemelos de oro y brillantes que ceñían las mangas de su camisa
Abercrombie & Fitch. Traje Hugo Boss de corte moderno. Todo resaltaba en su
conjunto. Lo que más, la clase social a la que pertenecía y el poderoso
narcisismo al que se regalaba cada día de su vida.
El
sujeto balanceaba su cuerpo de un lado para otro y luego repetía la operación
de atrás hacia adelante, en un gesto cuyo significado manifestaba bien a las
claras hallarse ausente de la ceremonia que se celebraba ¿Que su hermano había
muerto de repente, por causas que aún estaban siendo investigadas por la
policía y por la fiscalía? ¿Que ahora estaba pálido y en descomposición, dentro
de una caja de madera noble y a punto de ser introducida para siempre, en un
frío y solitario agujero?
«Aquí cada uno ha vivido a su entera disposición
y este invertido, lo ha hecho más que ninguno. Me importa una mierda su muerte.
Hace mucho tiempo que debería haberlo estado ¿No tenemos que morirnos todos
alguna vez? Pues ahora le ha tocado a él y bienaventurada sea la ocasión.
Mañana puede que me toque a mí y desde luego, a más de uno de los que ahora me
rodean le agradaría asistir prontamente a mi entierro -su cinismo no conocía
límites-. Apenas tuve trato con él, y cuando lo tuvimos, fue
para encabronarme. Cuántas veces he planeado su muerte. En cuántos momentos he
acariciado la idea con mis dedos y por fin, aquí está, tieso como la mojama y
con ese traje de madera que tan bien le queda. No seré yo quien llore su pérdida.
Será, por el contrario, todo un alivio» -concluyó finalmente.
La
cuñada del hombre, que tanto celebraba la muerte de su hermano -en connivencia íntima con él- disfrutaba de la lujuriosa
mirada que éste le regalaba. En pago de la misma, devolvía toda suerte de
gestos provocadores, recuerdo sin duda del último de los sórdidos encuentros
sexuales que habían tenido a espaldas de todos, incluida su hermana. Miradas
saturadas de salvaje deseo y complicidad. En ese preciso instante -esa mujer entregada al juego
sexual que le proponía el hombre que tenía enfrente-, se imaginaba haciendo el
amor en un lecho de dos metros cuadrados, vestido por sábanas blancas y
arrugadas. Aquella cama en la que el hombre por cuya piel transpiraban
atropelladas las feromonas, hacía realidad su inagotable deseo sexual y en la
que además veía afianzados y cumplidos los planes que ella se había trazado.
Incluida la muerte tan celebrada de su concuñado. En su imaginación desbordada,
viajaba ahora al tálamo nupcial de él. Allí gritaba el placer de un sexo sin
límites y sin trabas. A ella poco le importaba que su hermana, hubiera
descansado en algún momento su cuerpo sobre aquellos muelles aguantados por cuatro
patas de madera noble.
Mujer
voluptuosa y carnal, con treinta y cinco años repletos de sensualidad femenina.
No había restos en su cuerpo de Botox ni de silicona. Todo lo que se adivinaba
era natural y siempre supo mostrarse orgullosa de ese hecho. A diferencia de su
hermana, su cabello era negro eléctrico, y su rostro, tintado de un marcado
color aceitunado. Poseía rasgos más propios del este del Mediterráneo, que los
caucásicos habituales en su familia paterna. Era el vivo retrato de su madre,
una bailarina libanesa aclamada en el país de los cedros. Hija de aquella
exótica mujer, que emigró en la década de los años setenta a la Argentina, feliz
y enamorada, acompañando la carrera profesional del que fue su marido. En
Buenos Aires fijaron su residencia temporal, para a continuación obtener la
nacionalidad argentina y viajar bajo el amparo de su nuevo pasaporte. Vivieron los
cuatro durante unos años en la ciudad de la Plata, hasta que la actividad
propia de un diplomático, como lo era el cabeza de familia, les obligó tanto a
ella como a sus dos hijas, a desembarcar en un amplio número de países tan
dispersos, que al final resultaba complicado recordarlos todos. Países en los
que nunca llegaron a echar raíces, por tan breves cómo fueron sus estancias en
ellos. Sus vidas fueron transcurriendo entre mudanza y mudanza, hasta que
desembarcaron de manera definitiva en España.
Mientras
que su hermana pequeña había calcado la piel blanca y suave de su padre -un
rioplatense con ascendencia alemana que se había enamorado perdidamente de
aquella bailarina fenicia- ella, por el contrario, había heredado los genes de
su madre y todo su porte y calado fenicio. Su vestido de corte ajustado y
emocionante escote, traspasaba la línea de lo adecuado para un acto como el que
ahora la ocupaba. Pero a ella no parecía importarle en absoluto las miradas de
desaprobación que cosechaba desde todas partes.
«Mal rayo os parta a todos -masculló por lo bajo-. Este perro rabioso se
halla ahora en el lugar más adecuado para él. En el interior de una cajita
preciosa y con la tapa bien tachonada de clavos. Y en la misma postura en la
que se encuentra, me alegrará veros a todos aquellos que me queréis mal -y
sonrió divertida en dirección al féretro de Marc, pues menuda era ella-. En
pago por tus hazañas -continuó con sus argumentos- mira ahora cómo te ves. Sé
que no podía haber sido de otra manera, porque llevabas buscándolo desde hace
tiempo. Ahora es mi momento. El tuyo, por el contrario, ha pasado a mejor vida».
Ambas
hermanas representaban a la perfección la contradicción de las dualidades:
noche y día, calma y fuego, luz y oscuridad. No podían ser más diferentes. La
mujer morena de rostro sensual, abandonó la rabia que por un momento le había
abordado y volvió a imaginar muchas más cosas. Pareció percibir -como si estuviera ocurriendo
en ese mismo instante- el
desfile de gotas de sudor que surcaban su piel al término de la noche tan
salvaje que disfrutó con el hombre que aún la miraba excitado. Estaban
compartiendo en esos instantes el mismo deseo y parecidas ansias. Su voluptuoso
pecho parecía querer escapar a sus rígidas ataduras y se removía inquieto con
cada agitada respiración que surgía desde su bajo vientre. Pareciera que el
entallado escote de su vestido fuera a estallar en cualquier momento. Marcela
Claudia Haufmann, sin embargo, no mostraba el más leve apuro, a pesar del
azoramiento espasmódico que le invadía. Aquel desasosiego no podía estarle
pasando desapercibido a una hermana pequeña que, aunque lo callaba siempre, lo
veía todo.
«Menuda
mosquita muerta está hecha mi hermanita, con ese rostro de no haber roto nunca
un plato» -se dijo.
El
más viejo de los presentes, hombre de pelo canoso y excesivamente largo para
los gustos más ortodoxos, competía de manera frontal con su hijo mayor en el
procaz escenario de la vida. Pareciera que siempre acabarían pugnado entre
ellos por todo y en cada ocasión que se les brindara. Dinero, poder,
influencia… Hasta por ver quién provocaba un mayor rechazo en los demás. Ese
hombre mayor, mostraba al exterior una mayor soberbia aún que el hombre
robusto. Su mirada era mucho más ofensiva que la de éste, y la hermana de su
nuera, esa mujer morena y exuberante que tanta lujuria provocaba en los hombres
que la observaban, resultaba ser también una continua fuente de conflictos
entre ambos, aunque ninguno de ellos conociera en realidad la tórrida historia
que la mujer mantenía en paralelo con el otro.
El
hombre entrado ya en años mantenía aún presente en su boca, el sabor salado y
picante de la piel sudada, el regusto almizclado del cuerpo femenino. Ningún
reproche moral le había provocado que tan solo un par de horas antes de aquella
ceremonia luctuosa, estuviera inmerso en el íntimo disfrute de un encuentro
sexual con aquella mujer de curvas generosas y labios carnosos que tanto
insinuaba y que le hubiese arrancado a sorbos la esencia vital de su hombría.
La muerte de su hijo parecía haberle llevado en esos días al paroxismo del
deseo, en vez de entristecer en buena lógica su ánimo.
«Un
hombre distinguido y con clase -a
decir de todos aquellos que nunca tuvieron que enfrentarse a él».
Alto
y con un buen porte. Alberto Fonseca, tenía las sienes plateadas y un corte de
pelo inmaculado. Ni uno solo de sus cabellos se hallaba fuera del lugar
previsto, ni del más adecuado para el conjunto que pretendía. A simple vista,
quedaba delatada con claridad la excelente vida que llevaba. De barriga
incipiente y con unas manos cuidadas con especial esmero. Nacido sesenta y
cinco años atrás en Bayona, Pontevedra, vestía un traje oscuro de Armani sin
corbata, el cual le quedaba algo estrecho, clavándosele con un poco de saña en
el cuerpo las costuras de la americana. Su piel morena y tostada por sesiones
interminables de rayos uva, hacía que resaltara en su cuello -como un reflejo de faro
marino en la noche- el
grueso cordón de oro de 24 quilates que se enroscaba sobre sí mismo. Tal y como
lo haría un áspid egipcio en su hora de sueño.
En
otro tiempo, su pelo debió ser profusamente negro, de la misma clase de cabello
que heredó su hijo mayor. En el interior de sus cuencas orbitales se movían sin
parar dos ojos negros como la pez. Unos globos oculares que habían sido
clonados por su hijo cuando éste nació.
«De
tal palo tal astilla» -reza
el refranero- «Y
no hay mejor cuña que la que procede de la misma madera» -nos habla el otro que lo
complementa y lo complica.
Nunca
fue más adecuada la sabiduría popular que cuando se llegaba a conocer la
tormentosa relación existente entre ellos y que tan bien podía ilustrarla la
literatura de ambos dichos. Porque, jamás hubo una certeza mayor con ellos dos.
Eran iguales en su interior y en sus formas, por eso mismo se sacaban los
hígados siempre que podían. El uno del otro, parecían ser sus peores enemigos.
«Ahora,
con la muerte de mi hijo pequeño, podré llevar adelante mis planes. No
necesitaré forzar nada más para conseguir lo que me había propuesto. Mejor
horizonte, imposible» -no sintió ningún rubor ni cargo alguno al manejar este
pensamiento.
El
hombre de la ropa ceñida había heredado de su padre una inquietante nariz
aguileña, regalo de alguna generación pretérita de las montañas de Asturias y
que acabó finalmente echando raíces en las costas gallegas. De tan afilada que
la tenía, y en virtud de tantos años transcurridos, cuando alguien posaba su
vista en ella creía hallarse delante de un cuervo o de un ave de presa, con
todos los condicionantes peyorativos que conlleva una comparación como esa.
Muy
cerca de él, a los pies del solitario y mudo féretro que devolvía la misma
tristeza que recibía, la obesa y llamativa esposa del hombre mayor -una señora equivocadamente
elegante y vestida con muchos más años que los que pretendía aparentar- rezongaba en su propia
soledad, manteniendo una acalorada conversación con alguien del todo punto
invisible. Iba escandalosamente maquillada. Sin acierto ni gracia alguna por lo
demás. Mostraba una costosa manicura que resaltaba por su color negro mate,
acompañada de un atiborrado revoltijo de anillos y pulseras, a cada cual más
impactante. A pesar de estar celebrándose el funeral de su hijo pequeño, Adela
Serret i García, parecía encontrarse ajena a todo lo que ocurría a su alrededor;
del mismo modo que parecían vivirlo los demás.
Su
orondo cuerpo iba envuelto en un traje que en otra mujer hubiera quedado hasta
elegante, más en ella, y por su personal forma de exhibirlo, la vulgaridad y la
chabacanería hacían negocio cantando «La Traviata» a la vista de todos. El color
de su pelo intensificaba la claridad del lugar, de tan oxigenado como se
hallaba. Sus rasgos faciales eran de lo más anodinos, sin nada reseñable que no
fueran unos hermosos ojos verdes de intensidad profunda y unos pómulos marcados
por el exceso de grasa. A todo lo anterior se le añadía -justo era mencionarlo
y añadirlo como corolario- una papada imposible de rodear en más de una vuelta
por el collar de perlas auténticas que amenazaba con estrangular a su dueña, a
cada movimiento de su cuello. Sin embargo, a pesar de su enorme humanidad, su
mente era estrecha y cuadriculada. Los años la habían vuelto un ser egoísta y
ridículo. Sus gustos se limitaban al amasamiento indiscriminado de dinero, a la
ginebra seca y disfrutada en soledad, a la insana y copiosa comida basura que
consumía sin freno y al deseo sexual y tirano que le provocaba su profesor de
paddle.
Adela
vagaba cada día y con especial simpleza, por las exclusivas instalaciones del
club de tenis en el que transcurrían los momentos más emocionantes de su vida,
a la espera de la caza mayor que suponía el cuerpo musculoso y joven que tanto
le gustaba disfrutar. Recordaba con especial énfasis en esa mañana de viento
recalcitrante -a
pesar de que el cadáver del que fue su hijo casi podía tocarse- al lascivo
profesor de saque y revés que le daba consejos e indicaciones en clases
matutinas, para luego, al caer la tarde, usar sus expertas manos para lograr
ponerla a tono con otro tipo de ejercicio. Un eléctrico pellizco pareció
sacudir su cuerpo al recordarlo. Pese a encontrarse algo soliviantada por la
inesperada evocación del hombre que acaparaba últimamente sus tardes y sus
noches más ajetreadas, consiguió -no
sin un gran esfuerzo por su parte- levantar la vista y recorrer con ella el
conjunto de rostros que la acompañaban, valorando la posibilidad de que alguno
de ellos hubiera sido consciente del estremecimiento que había surgido por
detrás del tejido de su ropa interior, y que amenazaba con hacer lo mismo con
el caro traje de chaqueta que lucía. Comprobó con un cierto alivio que nadie la
miraba, aunque eso significase también sentirse un poco defraudada por ello. Ella
disfrutaba siempre del hecho de que la gente se detuviese a observarla, con el
pretexto que fuera y con la intención que se tuviera en mente, siempre y cuando
fuera para admirarla y envidiarla al mismo tiempo.
«Mi
blando y estúpido Marc -le reprochó con el pensamiento-. Bien sabías tú que a
nada bueno conduciría esa actitud que adoptaste en los últimos tiempos. Los
pusiste a todos en tu contra. Te precipitaste tú solito en la brasa y ésta te
acabó chamuscando. Se sabía inevitable este resultado. Has pisado a sabiendas
demasiados callos y al final, estos te han pasado factura».
Superada
las pequeñas crisis de humanidad y egocentrismo, de la ligera compasión
interior mostrada por su hijo, de las evidencias y realidades que siempre supo
que ocurrirían, cambió de tercio en sus pensamientos y dedicó los siguientes
minutos a repasar los datos económicos que le había proporcionado a primera
hora de la mañana su gestor económico. Hizo balance del generoso saldo de sus
cuentas bancarias opacas de las que casi nadie tenía conocimiento. Solo otras
dos personas en el seno de la familia llegaron a estar en posesión de esa
información. La primera, se hallaba reposando en paz y hasta el juicio final,
en el interior de ese ataúd de madera que se encontraba a sus pies; la otra,
seguía el funeral con el gesto neutro y sin ninguna emoción a tres pasos
escasos de ella, mirando en esos instantes en dirección al cielo, en lo que
parecía ser el rezo de una oración absolutamente fingida.
A
esa víbora la odiaba en extremo y nunca le perdonaría a su marido que le hubiese
facilitado colarse en medios de sus vidas y estuviera amargándole la existencia
desde su llegada. La mujer en cuestión, no solamente se hallaba en el
conocimiento de ese secreto inconfesable, llevaba además largo tiempo abusando
de él y beneficiándose de ello.
Fabián
Delgado, era el joven de rostro sombrío y tez macilenta que respiraba con
agitación un poco más alejado del resto, observando el féretro con evidente
aprensión. Taladraba su pulida superficie con la mirada, calibrando en su
interior, seguramente la intensidad del sentimiento respecto del finado que se
encontraba esperando el primer paso hacia el olvido. Un cadáver que aguardaba
ya sin ninguna prisa a ser inhumado.
Fabián,
reflexionaba sobre lo que podría haber sido su vida de no haber abandonado la
relación de pareja que había mantenido tiempo atrás con el muerto que yacía a
sus pies, con el hijo de aquellos dos viejos odiosos que a ratos le agujereaban
el corazón con la mirada, ahítos del acusado rechazo que siempre le profesaron.
Dejó su presente al margen por un momento. Se centró por completo en lo que fue
su pasado y su intenso amor por Marc. Recordó con nostalgia la pasión vivida
junto a él, y también, como consecuencia de tanto sufrimiento vivido, el eterno
infierno que le hizo padecer. A pesar del doloroso recuerdo que habitaba en su
memoria, consideraba, no obstante, que la paz había llegado por fin a su
antiguo amante y que ahora todo estaba bien. Porque pensándolo con
detenimiento, a lo largo de todos estos años pasados, el muerto había sido
capaz de generarle indistintamente un amor y un deseo eterno, al tiempo que un
excesivo pesar. Con el siguiente pensamiento que le vino a la mente, Fabián fue
consciente de que el primer damnificado de esa vida tan tormentosa como resultó
ser a lo largo de todos esos años, había sido el propio Marc.
Él
se había sentido engañado y humillado en demasiados momentos de su vida en
común. La promiscuidad practicada por el muerto le había hecho llorar en
innumerables ocasiones, y pasó de ser aceptada como mal menor al principio, a
resultar insufrible con el paso del tiempo. Porque él, en su fuero interno,
sabía que habría consentido a sabiendas y sin rechistar alguna infidelidad
puntual por su parte, algún desliz irrelevante debido a su carácter incorregible.
Pero cuando hubo llegado el principio del final de su historia en común, todo
lo había magnificado y sacado de quicio aquel canalla, que, durante tanto
tiempo, fue su único amor en la tierra y su divino amante.
«De un modo dañino y
lacerante -insistía
cada día que rememoraba el tamaño del amor que sentía por él y la gravedad de
la ofensa recibida- sabiendo como sabía, que le amaba tanto y con total
entrega».
Recordaba
muy bien las ocasiones en las que su lado reservado en la cama común, había
sido mancillado por amantes impertinentes e insensibles con su situación,
abrazados y poseídos por el cuerpo sensual y vanidoso de su amado. Por todo
ello y por mucho más, el muerto estaba bien muerto -se decía- a pesar del dolor
y del amor que a partes iguales siempre sintió por él en su maltratado corazón.
A sus 32 años, Fabián se había convertido en un aclamado diseñador de la Haute
Couture, con su exitosa marca de ropa personal internacionalmente
conocida y un creciente entramado empresarial que navegaba viento en popa.
«Quizás ahora, pueda pensar en comenzar a ser
verdaderamente feliz. Es posible que desde esta misma noche deje de dar vueltas
en la cama y no necesite el somnífero. A pesar del vacío, a pesar de la soledad
en la que ahora me encuentro, es posible que mi solución personal esté ya en
camino y a punto de llegar. Un largo viaje podría ser ese escopetazo de salida
a mi depresión -la gruesa lágrima que resbaló por su mejilla acabó por humedecer
el cuello de la camisa- ¡Quién sabe!»
Sus
ojos grises vibraron por un momento. Sus labios finos y escuetos temblaron por
la emoción. Una boca lineal en un cuerpo fibroso y bien formado, que fueron un
día pasto del deseo y del amor apasionado que le brindó el muerto.
«Descansa
en paz, querido Marc. Ya estás a salvo de ti mismo. Ya no tendrás que entablar
batalla alguna con tu enfermedad, ni con los fantasmas y sus sombras que
siempre te persiguieron, con esos demonios que al final te han devorado. Allí,
a dónde vas, piensa que los ángeles no tienen sexo ni consumen drogas».
Para
él, era vital pasar página cuanto antes, a pesar de todos los recuerdos que
correteaban sin brida por su mente.
La
cuarta mujer asistente, en un plano mucho más secundario que el resto, parecía
prestar mucha más atención que los demás al mensaje que el sacerdote formulaba.
Un trabajo, el del cura, tan alienante como el que fabrica pan a diario, con
movimientos largamente entrenados y repetitivos. Su sermón resultaba anodino,
huérfano de emoción, bíblicamente impecable. Supo de la mirada asesina que le regalaba
Adela, sabiéndose protagonista voluntaria de su ira y de su odio hacia ella. Por
eso elevaba la vista al cielo y le pedía paciencia, paciencia infinita para
aguantar tanto odio como sentía. Pero estaba acostumbrada a ese rencor recíproco
y había acabado por alimentarse a través de él. Los beneficios personales que
lo habían motivado y agigantado con el paso del tiempo, merecían sin duda la
pena. Así que, en realidad, ella no estaba atendiendo las palabras que salían
de la boca del religioso. Se hallaba vagando como todos los demás por los
recovecos de sus propios pensamientos, mirando con fijeza a su padre y a su
madrastra, pero sin llegar a verlos. En esos instantes, intentaba averiguar
todo lo que estos ocultaban al resto y todo lo que el resto les ocultaba a
ellos, a ella misma. Reflexionaba, en una palabra, sobre lo que ella le
disfrazaba al mundo.
«Una
preocupación menos, finiquitada, conclusa. Toca afrontar ahora la fase que
tanto tiempo llevo esperando. Es la acometida final con la que dar la estocada
definitiva. Marc -casi lo suelta en alto- me alegra mucho que estés muerto» -y
se le escapó una media sonrisa.
Rubia
oxigenada y de ojos del color de la miel vieja, tan fríos y duros como
atractivos. Las sesiones de rayos uva le brindaban una tonalidad contradictoria
con la estación del año. Y el gimnasio, tres veces a la semana, no había
logrado aún rebajar esa talla que con tanto ahínco perseguía hacerla
desaparecer. Ahora bien, su verdadera pasión, a la que se entregaba por
completo, era seguir con especial detenimiento cualquiera de las sesiones
bursátiles de Wall Street. Asomaba entonces a sus ojos el erotismo del poder
económico. La tinta de las páginas color sepia de los diarios dominicales -que tanto manchan las manos
de aquellos que las deslizan por entre sus dedos- poblaban la cabecera de su cama y aliviaban las tardes
de sus domingos. Su hermanastro muerto no había provocado nunca en ella un
apasionamiento fraternal. Marc solo le había causado fuertes dolores de cabeza
y numerosas preocupaciones. En muchos momentos, hasta se vio amenazada por él.
«Tanto
meter la nariz dónde nadie te había invitado, tanto tentar a la suerte y vivir
una vida como la que has llevado en todo momento, tiene estos efectos dañinos» -asentía
con la cabeza, en total conformidad con la reflexión.
Mariana
Fonseca Alonso, no se habría sentido obligada a la asistencia al entierro de no
haberse perdido con su ausencia la ocasión de odiar y ser odiada una vez más
por su madrastra. A pesar de que, al principio, solo sentían un profundo rencor
la una por la otra, los tratos ocultos y viciados que ahora mantenían en
secreto, habían creado entre ellas un vínculo mucho más fuerte que el del amor
filial o el del respeto.
«Tengo
que estar aquí en estos momentos, de manera obligatoria, soportando todo lo que
sea necesario» -además, estaba la policía, que no hubiera entendido la ausencia
de alguien en el entierro.
Ese
extremo del odio desmedido que sentía clavarse en su corazón con cada mirada de
su madrastra, y la imposibilidad que debía sentir ésta última por no poder
hacer nada para solventarlo, le motivaba tanto, que formaba parte ya de su
quehacer cotidiano. Pasó a ser uno de esos particulares deleites que nadie
podría entender si no se era alguien con la personalidad y el espíritu de
Mariana Fonseca.
«De
ahora en adelante, las cosas van a complicarse para ti aún mucho más» -lo dijo
con los ojos, pero Adela Serret supo interpretarlo perfectamente al devolverle
la mirada.
Cuando
el sacerdote acabó con su interminable oratoria y dio por acabado el responso,
autorizó con un gesto de la mano la manipulación del féretro por parte de los
sepultureros. Las recias cuerdas envolvieron el ataúd y lo depositaron con
agilidad en el interior de la fosa. No había tierra con la que acompañar a
puñados el descanso eterno del muerto, y muy pocas flores que ofrendarle, por
lo que el trabajo quedó completado en un solitario minuto y sin apenas
esfuerzo. Al parecer, a los presentes debía parecerles indiferente esa
parafernalia de protocolo trasnochado. Unos, habían pasado por allí porque
debían y necesitaban hacerlo, sin más. Los otros, porque por diferentes razones
se veían obligados, y si hubiese existido la posibilidad de tomar una decisión
diferente, no habría acudido ninguno de ellos.
No
hubo ningún otro asistente al entierro que no fuera miembro de la familia. Para
el parecer de unos padres rectos y respetuosos como siempre habrían pretendido
mostrarse frente al exterior, las reglas implantadas por la sociedad en la que
convivían resultaban ser lo más importante, aunque en realidad fueran pura
fachada y disimulo. Alberto y Adela eran prisioneros de sus propias reglas y de
sus monstruosas almas. Un hijo gay, promiscuo e irredento, no casaba en modo
alguno con ese mundo del que participaban. Lo verdaderamente curioso era que,
en ese momento, en el que las deudas pendientes y las miserias debieran dejarse
a un lado, tampoco podían llorar a ese hijo que apenas significó para ellos
algo en vida. La ausencia de sincera tristeza o sereno desconsuelo clamaba al
cielo. Así pues, para ellos dos, todo estaba bien y la vida fluía renovada por
los cauces adecuados. Cada uno de ellos veía de algún modo resueltos muchos de
sus prejuicios y solventados determinados quebraderos de cabeza.
Para
Fabián, el amante fiel y resentido, aquella vida truncada significaba también
un cierto desahogo, una verdadera liberación que le otorgaba ese momento
solemne. Un perder de vista de una sola tacada a esos dos viejos asquerosos y a
su inmoral vástago, por el que tanto había amado y tan dolorosamente había
sufrido. Demasiadas reuniones familiares en las que hirientes reproches
verbales fueron padecidos; y ahora, de repente, aquella iba a resultar ser la
única reunión a la que realmente había asistido con una cierta paz y tranquilidad.
Para
el hermano mayor del muerto, Alex, la sola visión del macizo y excitante cuerpo
que tenía enfrente logró que el trastorno del viaje realizado, no lo fuera
tanto. La entrepierna seguía palpitándole aún y ya nada que ocurriese a partir
de ese instante iba a poder calmar la fiebre que sentía.
«La
golfa y la empresa para mí. Ya puedo comenzar a respirar y a disfrutar de la
vida» -sonreía al pensarlo.
En
el sentir de las dos hermanas, Daniela y Marcela, esta reunión familiar había
provocado en cada una de ellas emociones encontradas. Mientras que a la
segunda, le había resultado especialmente motivadora la certeza de que uno de
sus graves problemas quedaba resuelto con esa muerte tan oportuna -habiendo podido disfrutar
además de un orgasmo increíble, aunque
éste hubiera sido a distancia-
para la más callada, la más respetuosa, el encuentro compartido con tantos de
aquellos que habían logrado hacer de su vida un verdadero infierno, acabó por
grabar en su ánimo el convencimiento de
que éste era el llamado punto de inflexión en su vida, aquel por el que tanto
tiempo uno aguarda impaciente su llegada.
Las
odiosas y lascivas miradas que allí se habían cruzado, los desprecios con los
que fue regalado el muerto, habían disparado el detonante que haría que la fría
venganza labrada en el más absoluto de los silencios, diese en ese mismo
instante comienzo.
«Que
la gruesa rueda que va a moverla, jamás detenga el regular giro de sus muescas
dentadas -su tan particular y esperado momento había llegado, aquí comenzaba todo. Daniela apretó los puños
hasta clavarse en las palmas de las manos sus bien cuidadas uñas-. Pongámonos
en marcha».
Y en ese mismo instante, se concretó en su
rostro la única sonrisa que vistió a Daniela en esa plomiza mañana de funerales
y tristeza. Fue en realidad, una cínica y decidida mueca que no auguraba nada
bueno para el resto de los presentes.
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