(Un inquietante relato en 3 actos)
EL TRAZO FINAL
“En
la posibilidad del recuerdo es cuando comprobamos
lo lúcida que es nuestra mente”.
FAUSTINO CUADRADOlo lúcida que es nuestra mente”.
"TERCER Y ÚLTIMO ACTO" ...
...El
mejor recuerdo al que puedo remontarme con una cierta lucidez, data
del día aquel en el que no fui a trabajar por un golpe de gripe con
el que me acosté la noche anterior. En esa crucial velada, era tal
el dolor que sentía en mis articulaciones que decidí no acudir a la
oficina al día siguiente. Buscaba evitar males mayores para mí y
para mis compañeros.
Silvia y Marta, por
el contrario, madrugaron como lo hacían cualquier otro día y juntas
se marcharon en el coche familiar, dispuestas a afrontar sus
particulares quehaceres, ignorantes del infausto destino que a todos
nos aguardaba.
Yo, desconocedor como
ellas de tantos hechos como iban a ocurrir, no fui consciente de su
postrera partida, ni de que nunca más volvería a disfrutar con su
regreso.
Cambio incómodo la
postura en el sillón y Max, infiel a su costumbre, parece apiadarse
de mi nostalgia. Cuando regresa de su micción, pasa cerca del sillón
en el que me encuentro y frota insistente su hocico en mi mano,
gruñendo al vacío, buscando quizás una caricia o ese contacto que
nunca se habrá de producir. Yo me limito a visualizar al animal a
través de la nebulosa que me embarga y dejo de pensar en él,
rememoro de nuevo esos otros momentos de los que apenas recuerdo
nada.
La luz de la bombilla
vuelve a ausentarse por un instante. Creo reconocer en ello el
penúltimo aviso de su inevitable ocaso.
Cuando al cabo del
rato reaparece la luz con inusitada fuerza, yo aún no lo he hecho,
permanezco de pie frente a la ventana de la habitación de mi hija
Marta, observando la claridad mortecina que viene desde tan lejos y
que llega hasta mí en oleadas. Tengo que retirar mis ojos doloridos
de la cercanía del cristal.
Recuerdo que ese día
fatídico, nada más levantarme, un fuerte destello se me vino encima
y que al volver la cabeza para evitar el daño que la intensidad del
brillo me producía, el cristal de la ventana me estalló en la
espalda y en la nuca, lanzándome con violencia al suelo, entre
astillas y trozos de ladrillo arrancados de la pared, de la manera
como son arrancados los pétalos de una rosa por las manos de un
niño.
En un amasijo de
vidrios y maderas, de yeso y metal, quedó transformada la
habitación. Todo lo que había tenido un cierto orden apenas un par
de segundos antes, desapareció como por arte de magia ante mi vista.
Fue como si de repente me encontrase en otro lugar diferente al que
realmente me hallaba, que me hubiese situado en el interior de una
viñeta de un cómic de Marvel, participando de una de las violentas
escenas que tan bien trasladan al papel.
Me observo las manos y
compruebo un temblor que antes no existía.
Tanto tiempo llevo
madurando y aceptando el hecho de que esa es la única opción
inteligente, y ahora, llegado el momento de la verdad, comienzo a
cuestionarme el acierto de esa decisión asumida.
Llevo tantos días sin
escuchar un solo ruido en la casa que el simple roce del viento
tóxico en la ventana llega a sobresaltarme. Es seguro que ahí
afuera nada se mueve, que no queda resto de vida alguna.
La luz y la onda
expansiva que la ayudó a viajar, habrían terminado seguramente con
cualquier esqueje de vida animal o vegetal. Yo estaba en condiciones
de jugarme todo mi dinero, si es que eso tuviera algún valor a esas
alturas, a que detrás de todo aquel desastre se encontraba la mano
del hombre, del siempre necio y maldito ser humano.
¿Por qué no salir
al exterior y comprobar cuán ciertas resultarían ser mis sospechas?
Mis temores eran más fuertes que mi curiosidad; mi soledad, más
poderosa que mi imprudencia.
Si Max entiende que la
situación es la que es, y considera asimismo que habremos de
permanecer quietos y expectantes ante lo incierto de nuestra
situación, yo estoy dispuesto a asumirlo de la misma manera.
―¿Quién
sabe, Max? es posible que ahí fuera todo esté perdido, y que aquí
dentro, estemos aún relativamente seguros ―A
Max le
babea el belfo y mantiene la lengua afuera para refrigerar su
cuerpo―.
Pero has
de entender que ya no nos queda comida ―continúo
impasible―.
El agua embotellada y la energía se agotarán en las próximas
horas. Deberíamos intentar hacer algo, o al menos, pensar en
hacerlo, aunque estoy tan cansado...
He debido quedarme
traspuesto en el sillón. Cuando he abierto los ojos, la luz que
debía emanar del filamento metálico de la bombilla, ya no lo hace.
Me encuentro sumido en la más completa oscuridad y estoy del todo
punto aterrado, tanto, que el corazón me palpita desbocado.
―Qué curiosa es la
vida ―me digo―. Jamás me he parado a pensar en la soledad del
hombre que vive solo, en la de aquel otro que a pesar de estar
rodeado de amigos y de familia, lo está aún mucho más que el
primero.
Mi mujer y mi hija ya
no viven ni padecen conmigo. A pesar de todo el horror y el dolor que
me debe suponer esa certeza, me hallo ahora por el contrario, sereno
y tranquilo, entregado una vez más y por entero a la adversidad.
No
hay nada ya que me motive, porque el ser humano entregó
decididamente la cuchara, y hemos de ser sinceros y comprender que
nuestro tiempo ya pasó, que ahora llega una etapa con distinto
contenido y diferentes protagonistas ―¿No
lo crees así, Max? ―
le señalo.
A Max no puedo verle
debido a la oscuridad reinante, pero sí que puedo escucharle a la
perfección. Percibo su presencia a mi lado, rondándome. El sensible
animal que antaño fuimos nosotros, retiene aún en su interior los
instintos que un día disfrutamos.
Noto su hedor cada vez
más cercano y el jadeo que precede siempre a un acto posterior de
violencia. Una amenaza implícita que al final se convertirá en
realidad, porque un animal, cuando está contra la pared por causas
ajenas a él, termina regresando a sus orígenes. Y Max, ahora está
en plena regresión.
Pensándolo
detenidamente, quiero creer que ésta será la mejor de las
soluciones. Los seres humanos, entre los que yo todavía me
encuentro, hemos tenido el tiempo en nuestras manos y lo hemos dejado
escapar por entre los dedos. Todo lo que hemos tocado, lo hemos
destruido. Todo lo que amamos terminamos descuidándolo hasta que
perece. Es nuestro sino.
Llega el momento idóneo
de degustar una nueva melodía, de practicar unos delicados pasos de
coreografía diferente a todo lo anterior.
Yo creo que Max conoce
este detalle al igual que yo, y por eso me ayuda con esa indiferencia
que le caracteriza a despojarme de mis zapatos de baile. Sin decirlo,
sé que me está invitando a tumbarme en el suelo y a apoyar
suavemente la cabeza en la madera. Me anima a relajarme y a descansar
por fin el espíritu.
Siento como a través
de un primer mordisco en el cuello, se me va la vida. Luego, se
produce un segundo que debe resultar definitivo.
El trazo negro que
coloqué en la pared esta mañana, se ha convertido en el que cerraba
el cómputo, en el trazo final que verdaderamente tanto he
perseguido.
fin del tercer y último acto
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